Si no nos pellizcamos, Guanacaste va a pasar de tierra de promisión y esperanza, a tierra de desorden y corrupción. ¿Exageración? Quizás, pero una larga experiencia “a la tica” nos enseña que los anuncios previsores han resultado infructuosos. La corrupción posee un potencial extraordinario de eficiencia y de eficacia, mientras que la buena gestión pública ha sido una simple pieza de museo o un tema retórico.
Nuestro pecado se llama nadadito de perro. Y en la marejada de este sopor se nos está yendo entre las manos nuestro propio patrimonio. Somos campeones, eso sí, en el arte de la logomaquia, algo así como explosión de palabras, como fin en sí mismo, sin importar el contenido y, mucho menos, sus consecuencias. Nuestros anaqueles están repletos de diagnósticos, de cabos sueltos, de sinfonías inconclusas, de buenas intenciones, de promesas e ilusiones, de amores platónicos…
Retornemos a Guanacaste. Es cierto que, hace unos días, funcionarios, diputados, regidores y alcaldes, con todas sus parentelas, se reunieron para pensar en esta provincia y ver más allá en el tiempo y en el espacio. Guanacaste está atrapado por el tiempo y el espacio. Ambas categorías exigen una revisión y una prospección a fondo en esa tierra maravillosa antes que sea tarde –cuestión de tiempo– y antes que nos quedemos sin espacio, pues el actual lo están sacando a subasta. Los enemigos son la corrupción y el desorden, la antítesis de una señora olímpica, que bien tratada puede hacer milagros: el milagro de la buena gestión pública.
Los reportajes de La Nación vienen dando la alarma con voz pujante sobre la conducta de algunos regidores y alcaldes en ciertos municipios de Guanacaste, así como sobre las regalías de tierras a tontas y a locas, o, mejor, a vivillos y vivillas, la anomia (degradación de las normas legales) prevaleciente, la cortedad de miras, la falta de planeamiento, el peligro de un turismo sin control ni límites y otras desventuras. Los signos y síntomas son demasiado reveladores. Hay que poner manos a la obra, máxime si se tiene en cuenta que la competencia turística ya ha comenzado a enseñar sus afilados dientes en países que cuentan –seamos humildes– mejores condiciones u ofertas que nosotros en playas, bosques, urbanismo, carreteras, puertos, precios y patrimonio histórico.
Un político tico se envanece diciendo que somos diferentes y que esa diferencia es rentable e impune. Todos los países, venturosamente, son diferentes. La diferencia está en ser excelentes, lo que requiere esfuerzo personal y colectivo, esto es, un cambio mental. Terrible desafío en un país atado por el miedo y la inacción.