El primer párrafo de nuestra información de ayer lo dice todo: "Primero, una persecución en carro. Luego, un anónimo de muerte. Y, por último, una serpiente en un buzón. Esto es parte de una serie de amenazas que han recibido los tres jueces superiores que conocen la causa contra una banda de robacarros".
Este texto no es un extracto de una novela o de un guión de película, sino la descripción fidedigna de actos que han estado ocurriendo en nuestro país a partir del 4 de marzo de este año. El blanco no han sido solamente tres jueces, sino también sus familias. Ellos son, para honra del foro y de la justicia costarricense, Alicia Monge Fallas, presidenta del Tribunal Superior Tercero Penal, sección primera, Emilia Solera Flores y Carlos Boza Mora, quienes, inicialmente, habían rechazado la protección oficial y que, ahora, por la responsabilidad del cargo y la índole del asedio, han accedido a regañadientes a recibirla.
Estos hechos inusitados ponen de manifiesto el nuevo tipo de delincuencia en nuestra sociedad y --si todas las sospechas de las autoridades resultan fundamentadas-- la magnitud del negocio de las bandas de robacarros en escala nacional e internacional, la penetración de estos mafiosos en diversas esferas del país y del Estado, la composición social de estos delincuentes y su capacidad delictiva. Contra estos males nuestro país solo cuenta con la vigilancia de los habitantes, con el esfuerzo de nuestras autoridades y la reciedumbre moral de nuestros jueces. Dichosamente, estas condiciones se han congregado para hacerles frente al poder y perversidad de las bandas de robacarrros. Gracias a este espíritu de lucha varios grupos se han desmantelado. De aquí la importancia de que sus líderes, los peces gordos que han sembrado el terror en nuestras calles y en nuestras casas, sientan el peso de la justicia.
Pocos grupos delictivos han trabajado en la historia criminal de Costa Rica con tanta organización, eficiencia, recursos y sangre fría como los robacarros, que han combinado el robo y el chantaje para satisfacer sus fines. No solo han atemorizado a nuestra población, sino que, durante varios años, pusieron de rodillas a nuestras autoridades y hasta establecieron un inaudito sistema subterráneo para robar y, a la vez, transar con las víctimas el pago de una recompensa por la devolución del vehículo, como si se tratara de dos entidades separadas, la de los ladrones y la de los buscadores de vehículos, cuando en realidad casi siempre son lo mismo. El método delictivo alcanzó tal refinamiento que hasta aparecieron en el juego de las mafias las pólizas del Instituto Nacional de Seguros y los ofendidos, temerosos de sus vidas y de sus bienes, preferían negociar que denunciar.
Habiéndose achicado el espacio de la impunidad y debilitado la protección que le brindaban algunas oficinas públicas, los jefes han echado mano ahora del expediente favorito de la mafia: la amenaza de muerte y la intimidación mediante las cuales ha sucumbido en algunos países democráticos el estado de derecho y funcionado a sus anchas la delincuencia. Desde este punto de vista, lo que está ocurriendo en el Tribunal Superior Tercero Penal, sección primera, en estas semanas, no es anecdótico ni casual. Es una verdadera pugna en las sombras entre la integridad y coraje de tres jueces penales, y un grupo de imputados contra los que han aparecido fuertes pruebas, una competencia entre el Estado de derecho, el temor y la maldad. La actitud de este alto Tribunal nos estimula e inspira.