Por primera vez en más de 50 años, Colombia celebró el domingo una elección presidencial en paz. Su naturaleza es parcial y aún precaria, pero implica un enorme avance en relación con el conflicto entre el Estado y las narcoguerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que marcó a más de una generación y terminó gracias a los acuerdos alcanzados en noviembre del 2016. Por este logro, el presidente saliente, Juan Manuel Santos, merece reconocimiento (incluso recibió el Premio Nobel de la Paz), pero terminará su segundo período en el cargo con apenas el 14 % de aceptación.
Esa baja popularidad es paradójica, y lo es aún más que el fin del conflicto no haya impedido –y quizá hasta ha propiciado– que el resultado de la primera vuelta reflejara una gran polarización ciudadana. Los dos candidatos que encabezaron los resultados son Iván Duque, en el extremo derecho de la oferta electoral, y Gustavo Petro, en el izquierdo. Ambos se medirán en una segunda vuelta el 17 de junio. Todo indica que la campaña, ya de por sí crispada, será todavía más confrontativa en las pocas semanas que restan y que el triunfador deberá hacer enormes esfuerzos para unir al país durante su gobierno e, idealmente, despejar con hechos las dudas que cada uno ha suscitado.
Duque, exsenador y delfín político del poderoso y popular expresidente Álvaro Uribe, obtuvo el 39 % de los votos y está en una posición mucho más sólida para alcanzar la presidencia que Petro, quien recibió el 25 %. Además de su fuerte base, es más posible que una mayoría del 23 % de quienes votaron por el centrista exalcalde de Medellín Sergio Fajardo se inclinen finalmente por Duque. Una de las principales inquietudes que despierta es que su extrema cercanía con Uribe y su reducida experiencia política limiten su independencia y, eventualmente, lo subordinen extremadamente a la agenda del exgobernante.
A Uribe se le debe reconocer haber forzado a las FARC, vía su política de “seguridad democrática”, a negociar y, eventualmente, deponer las armas. Sin embargo, luego se convirtió en el principal enemigo de los acuerdos suscritos por Santos, con una virulencia digna de mejor causa. También preocupa que, si es elegido, Duque se dedique a vulnerar los acuerdos (ya no puede eliminarlos) y descarrile parcialmente un proceso ciertamente imperfecto, pero también necesario y con grandes virtudes. Ha sido precisamente el descontento de muchos con los acuerdos lo que más ha contribuido a la polarización del voto.
El más claro apego de Duque a los procedimientos democráticos y sus planteamientos en temas económicos y de relaciones exteriores lo convierten en una opción más razonable y conveniente para Colombia que Petro, exguerrillero del M19 que hace más de dos décadas se integró al juego político-institucional. Si solamente tuviera inclinaciones estatistas y populistas, el riesgo sería menor: las instituciones colombianas tienen suficiente fortaleza para filtrar ese tipo de impulsos y su coalición no es siquiera la primera fuerza política en un poder legislativo fragmentado, pero con clara hegemonía de la centroderecha. El problema es que, como alcalde de Bogotá, su desempeño fue errático e ineficaz; además, su comportamiento revela inquietantes rasgos de impulsividad y autoritarismo, y hasta ahora no ha sido claro en su posición hacia el régimen de Venezuela, algo particularmente relevante dada la gran frontera compartida.
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El gran impulso de Petro proviene de un amplio sector del electorado descontento tanto con los políticos tradicionales como con el curso de los asuntos políticos y sociales de Colombia. No cabe duda de que, a pesar de sus grandes avances en estos ámbitos, así como en materia de seguridad y paz, aún existe gran exclusión, desigualdad, violencia y arbitrariedad. Sin embargo, es muy probable que el grueso del electorado ponga en primer lugar la estabilidad y la mayor claridad de rumbo que ofrece Duque, y que finalmente este se imponga en las urnas. Con reservas, creemos que sería lo mejor para Colombia.