Cuando una sociedad se cansa de vivir amenazada y atemorizada, puede ceder a la tentación de renunciar a derechos y libertades fundamentales para conseguir la tranquilidad
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La respuesta a la alarmante ola de criminalidad y violencia no puede limitarse al fortalecimiento de la función represiva del delito. La prevención, por su parte, es mucho más que vigilancia. Las políticas sociales, educativas y económicas desempeñan papeles fundamentales en la estrategia de lucha contra la delincuencia, pero, en un país próximo a igualar los índices de homicidio de naciones vecinas, tradicionalmente más desafortunadas, el diseño de una respuesta integral no debe hacernos perder de vista la urgencia de dar el primer paso por la senda más obvia.
Los cuerpos policiales y el Ministerio Público carecen de los recursos necesarios para enfrentar una avalancha que amenaza con ubicar la tasa local de homicidios entre las más altas de la región, con 18 por cada 100.000 habitantes. También es necesario dotar a la administración de justicia penal de los recursos para resolver con prontitud y el sistema penitenciario debe estar preparado para recibir a un mayor número de detenidos, como ocurrió con la creación de los juzgados de flagrancia durante la administración de la expresidenta Laura Chinchilla.
La inversión en estos aspectos de la seguridad pública, aunque necesaria, no es grata. Ampliar las capacidades represivas del delito es confesar los fracasos del Estado y de la sociedad en los demás aspectos de atención urgente. No obstante, el desbocado aumento de la criminalidad exige una reacción anclada en la realidad.
Los laboratorios del Organismo de Investigación Judicial no dan abasto para ejecutar sus labores. La Fuerza Pública opera con menos personal del requerido y sin las facilidades básicas de equipamiento. La Fiscalía debe escoger en cuáles delitos concentrarse porque la carga de trabajo es excesiva y los jueces penales no alcanzan para resolver con la prontitud necesaria para hacer justicia y proteger los derechos humanos de los imputados.
Aparte de la natural aversión a invertir en capacidades represivas del delito, existe en nuestro país el poderoso argumento fiscal. Costa Rica ha estado al borde del abismo en varias oportunidades. La más grave entre las recientes fue en el 2018, cuando un enorme esfuerzo de los actores políticos del momento impidió una tragedia cuyas consecuencias se habrían reflejado, también, en el aumento de la criminalidad.
Son hechos demasiado recientes para ignorarlos a la hora de decidir sobre inversiones tan importantes como las comentadas. No obstante, el gasto estaría plenamente justificado. Cuando una sociedad se cansa de vivir amenazada y atemorizada, puede ceder a la tentación de renunciar a derechos y libertades fundamentales para conseguir la tranquilidad. Cuando recobra la sensatez y recuerda el valor de esas ventajas democráticas, puede haber avanzado en demasía por el camino de la autocracia.
La historia registra muchos casos como para no entender que la inversión en cuerpos policiales civilistas y comprometidos con los derechos humanos es invertir en la democracia y su preservación. Lo mismo vale, por razones evidentes, para la administración de justicia y la persecución del delito asignada al Ministerio Público.
El Estado costarricense, junto con sus innegables éxitos, exhibe graves omisiones, algunas más tolerables que otras, pero la seguridad es un aspecto en que no puede fallar. El Salvador, bajo el gobierno autocrático de Nayib Bukele, es un buen ejemplo. El presidente ha anulado al Poder Judicial, arrinconado a la prensa, moldeado al Parlamento a su gusto, ejecutado masivas detenciones con irrespeto de los derechos humanos, impuesto la descabellada idea de convertir al bitcoin en moneda de curso legal y ahora anuncia su propósito de reelección. Las mayorías se lo han tolerado todo a cambio de librarse de las maras.
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