Su reelección como líder del Partido Comunista ha elevado su poder a niveles no vistos desde Mao Tse Tung. Debemos esperar mayor intolerancia política, control social, centralismo económico y militarización
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Nunca, desde la oscura época de Mao Tse Tung, un congreso del Partido Comunista Chino (PCC) había girado tanto como ahora alrededor de una sola persona. Así ocurrió en su vigésima celebración, que concluyó el pasado domingo en Pekín, tras una semana de decisiones unánimes, con un resultado que también lo fue: la elección de Xi Jinping como secretario general y comandante en jefe de las fuerzas armadas para un tercer período consecutivo de cinco años, la ruptura del límite de dos existente hasta ahora y, por ende, la eliminación de cualquier barrera para que se eternice en el cargo.
Como si lo anterior fuera poco, la constitución del partido fue modificada para reconocerlo como su “núcleo”, y los principales cargos de la organización fueron ocupados, en su abrumadora mayoría, por dirigentes fieles a Xi. El poder imperial ha asomado su cara nuevamente.
La estructura jerárquica del PCC es absolutamente piramidal. En su base están cerca de 2.300 representantes al Congreso, que solo se reúne cada cinco años. El papel esencial de este grupo es levantar la mano siguiendo instrucciones de la cúpula y, por supuesto, abrigar la aspiración de que alguna vez podrán ascender en la escala de mando. Le sigue en importancia el Comité Central, con 200 integrantes, pero un poder muy limitado en relación con los 24 miembros del Politburó y, sobre todo, el pináculo más exclusivo: un Consejo Permanente con apenas siete dirigentes, encabezado por el secretario general.
Xi impuso un control abrumador para determinar la integración de los tres órganos, solo equiparable al de Mao durante las tres décadas en que dominó China. En el Comité Central, el balance se inclinó totalmente a su favor. Del Politburó y el Consejo Permanente fueron eliminadas las figuras que podrían aspirar, eventualmente, a sucederlo y, por ello, a atemperar su poder vertical. En su lugar, dominaron dirigentes y operadores de su círculo más cercano y con probado historial de lealtad.
De este modo, los ejercicios de balances entre sectores y personalidades, la promoción en parte basada en méritos y la observancia de reglas de sucesión claras, de gran importancia para la estabilidad, fueron marginados por completo. Y ni qué decir del papel de las mujeres en los órganos del partido. Por primera vez en 25 años, no habrá ninguna en el Politburó; menos en el Consejo Permanente, tradicionalmente masculino. Y en el Comité central representarán menos del 10%.
Lo que se impuso fue una “lealtocracia” personalista, que genera enormes inquietudes. Si, como se demostró, la lealtad a una persona se ha convertido en el criterio más importante para ocupar cargos de verdadera decisión nacional, ¿quiénes se atreverán a cuestionar las decisiones de Xi? ¿Quiénes le señalarán errores, reales o percibidos? ¿Quiénes se arriesgarán a desviarse de sus directrices para proponer cursos de acción alternos?
Durante su segundo período, en particular en los últimos tres años, el secretario general y presidente ha optado por un curso de acción que cada vez se aparta más de las iniciativas relativamente aperturistas que comenzaron a ser introducidas por el PCC a partir de Deng Xiaoping, en la década de los ochenta. Al contrario, ha optado por imponer cada vez mayor control social, dirigismo económico, intolerancia política y agresividad externa. Esto se ha reflejado, entre otras cosas, en un sistema de vigilancia tecnológica apabullante, frecuentes intervenciones en las empresas y el mercado, limitaciones a la disidencia o independencia política, y creciente despliegue militar en la zona indo-pacífica.
Con Xi Jinping elevado a la categoría de virtual emperador, es difícil esperar cambios en estas posturas. Al contrario, lo más probable es que, a partir de ahora, se consoliden y aceleren, no solo en perjuicio del pueblo chino, sino, también, de la estabilidad mundial.
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