Hoy se cumplen tres años de la mayor y más violenta violación a la soberanía y la integridad territorial de un Estado europeo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Por decisión unilateral del autócrata ruso Vladimir Putin, el 24 de febrero de 2022, sus fuerzas armadas comenzaron una brutal invasión contra Ucrania.
La excusa fue grosera: la presunta “desnazificación” y desmilitarización del país. En realidad, el motivo era controlar la mayor cantidad de territorio posible, destruir su sentido de nacionalidad, cortar su acercamiento a la Europa democrática e instalar en Kiev un gobierno sumiso a los dictados de Moscú.
Esos ímpetus, violatorios del derecho internacional y la Carta de las Naciones Unidas, fracasaron. En su lugar, comenzó a desarrollarse una cruenta guerra de posiciones, que ha generado enorme destrucción y ha cobrado centenares de miles de vidas en ambos bandos, una buena parte civiles ucranianos. A pesar del desbalance entre ambos países y de la apabullante maquinaria de guerra rusa, Ucrania se ha mantenido en pie, gracias al heroísmo de su pueblo, el ingenio de sus combatientes y la cooperación militar y económica de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), Estados Unidos, la Unión Europea y otros aliados.
Todos han actuado con dos propósitos directamente relacionados: mantener la integridad territorial y soberanía del Estado invadido, e impedir que un posible triunfo de Putin sea el preludio para mayores ímpetus de expansión y nuevas agresiones futuras. Por esto, entre otras cosas, Finlandia y Suecia decidieron incorporarse a la OTAN, que alcanzó renovado vigor.
En las últimas semanas, sin embargo, la independencia de Ucrania y la seguridad de Europa enfrentan su mayor peligro desde que comenzó la invasión. Esta vez no se origina en el poderío militar ruso, cuyos avances han sido reducidos; tampoco en la fatiga de las fuerzas ucranianas o la flaqueza de su gente, sino en un dramático cambio en la posición de Estados Unidos, promovido por el gobierno de Donald Trump.
El claro compromiso con la integridad de Ucrania, la defensa de Europa y el fortalecimiento de la OTAN impulsado por su predecesor, Joe Biden, ha dado paso a una clara disposición, y hasta entusiasmo, por llegar a arreglos con Putin, por encima y en contra de los ucranianos y sus aliados europeos.
Sin duda, los más interesados en que la guerra termine son los ucranianos. Pero esto para nada quiere decir una rendición a los términos exigidos por los agresores, lo que sería una simple y costosa rendición. Las pretensiones de Putin son que se acepte la anexión rusa de la península de Crimea y otras cuatro provincias de Ucrania; la imposición de un gobierno “neutral” o “no alineado” en Kiev; el virtual desmantelamiento de su capacidad defensiva y la prohibición de que tropas occidentales garanticen su seguridad. También exige que se levanten las sanciones económicas en su contra, lo cual facilitaría la posibilidad de rearmarse aceleradamente.
Trump cada vez parece más cercano a ceder ante esas exigencias, o parte de ellas, sin que haya quedado claro aún qué pretende a cambio. Su conversación de 90 minutos con Putin, así como la reunión de cuatro horas en Arabia Saudita entre delegaciones de alto nivel de Estados Unidos y Rusia, ambas sin coordinación previa con Ucrania y Europa, han encendido las alarmas. A esto se añade la exigencia de controlar el 50% de la riqueza mineral ucraniana como compensación por el apoyo brindado hasta ahora, no como contraparte de más ayuda.
Trump ha llegado a calificar de “dictador” al presidente Volodimir Zelenski, lo ha acusado de iniciar la guerra y ha dicho que su apoyo apenas llega al 4% de la población, cuando en realidad es del 51%, mayor que el suyo en Estados Unidos. Además, su secretario de Defensa, Pete Hegseth, ha calificado como un “poco realista” la recuperación de territorio ucraniano, descartando la eventual incorporación del país a la OTAN y la posible presencia de tropas estadounidenses para garantizar su seguridad tras un eventual arreglo. Y el jueves fue revelado que Estados Unidos objetó llamar agresor al régimen ruso en un documento sobre el tercer aniversario de la invasión circulado entre las potencias industriales que constituyen el G7.
En medio de esta andanada, es difícil creer que Ucrania y Europa no serán marginadas de eventuales negociaciones de paz, como ha dicho el secretario de Estado, Marco Rubio. Al contrario, el camino emprendido hasta ahora, cada vez con mayor torpeza, revela un total irrespeto por los valores de la libertad y la democracia que Estados Unidos presume defender; un flagrante desdén por el valor de las alianzas; una cruel frialdad por las vidas perdidas en el campo de batalla y las ciudades; un claro desapego por la lealtad, y una creciente complicidad con las aspiraciones de Putin. Todo esto, además, debilitará los intereses e influencia de su país, porque, aunque los peores augurios por la creciente cercanía de Trump a Putin no llegaran a materializarse, lo hecho y dicho hasta ahora ya ha erosionado profundamente la credibilidad estadounidense.
El aniversario es doblemente sombrío: por la destrucción y muerte generadas por la invasión rusa, y por el espectro de una posible traición desde la que, hasta ahora, había sido la gran potencia aliada de Ucrania y el resto de Europa.

