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Protestas en Myanmar el 13 de febrero del 2021. Foto AFP (STR/AFP)
Tras pocos años de un gobierno civil elegido democráticamente, pero maniatado por el poder militar, los generales de Myanmar decidieron quitarse totalmente la máscara, dar un golpe de Estado y asumir plenamente las riendas en ese país del sudeste asiático. La icónica líder Aung San Suu Kyi, principal figura política y premio nobel de la paz en el 2012, regresó al arresto domiciliario que padeció durante 15 años y le otorgó prominencia internacional. La población se ha lanzado a las calles de las principales ciudades en multitudinarias protestas, y la cúpula castrense, como era de esperarse, responde con represión y masivos arrestos.
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Foto tomada en marzo del 2016: Aung San Suu Kyi y el general Min Aung Hlaing. Foto AFP (YE AUNG THU/AFP)
Nuevamente, los cinco países de la estratégica península de Indochina —Camboya, Laos, Tailandia y Vietnam, además de Myanmar— están dominados por distintas modalidades de autoritarismo. Esta deprimente involución difícilmente se revertirá a corto plazo, lo cual, además de añadir mayor simbolismo negativo al cuartelazo, podrá generar repercusiones geopolíticas profundas: mientras las potencias occidentales han condenado enérgicamente el golpe, China no ha expresado ninguna reprobación, señal inequívoca de que ve en él posibilidades de aumentar su creciente influencia económica y militar en la antigua Birmania.
Desde su independencia del Reino Unido en 1948, los militares han dominado el gobierno durante la mayor parte del tiempo, sea de forma directa o indirecta. Sin embargo, en el 2010, enfrentados a graves problemas económicos y un gran aislamiento internacional, decidieron abrir el camino a una administración civil, pero con muchas limitaciones a la libertad de acción, las cuales quedaron incorporadas a una nueva Constitución aprobada ese año. Según sus disposiciones, las fuerzas armadas seleccionan la cuarta parte de los miembros del Parlamento, lo cual les otorga poder de veto ante cualquier intento de enmienda constitucional. Además, su comandante en jefe, no el presidente, es el encargado de nombrar al ministro de Defensa y otros dos ministerios clave —Interior y Fronteras— también están bajo control castrense.
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Las primeras elecciones bajo el nuevo sistema, en el 2011, fueron boicoteadas por Aung San Suu Kyi y su partido Liga Nacional para la Democracia (LND). Sin embargo, decidieron participar en las del 2015 y obtuvieron una abrumadora mayoría. Aun así, la dirigente, entonces en apogeo nacional e internacional, no pudo asumir la presidencia, porque el cargo está vedado a personas con familiares de otra nacionalidad, y ella tiene dos hijos británicos. A pesar de esto, se convirtió en la verdadera cabeza del gobierno, con el nombre de consejera de Estado, cargo creado por el Parlamento.
Este arreglo condujo a una difícil convivencia entre los sectores democráticos y los militares. El gobierno civil se desgastó, en parte por los enormes problemas nacionales, en parte también por una administración poco competente. Más aún, la reconocida luchadora por los derechos humanos asumió el deshonroso papel de defender internacionalmente el virtual genocidio emprendido por los militares, con apoyo de la mayoría budista, en contra de la etnia musulmana rohinyá, una de las 115 existentes en Myanmar, país de 56 millones de habitantes, donde los bamar, que dominan las fuerzas armadas, representan alrededor del 70 %. Las críticas internacionales contra Aung San Suu Kyi, sin embargo, no tuvieron repercusión interna. Más bien, su apoyo a los militares en este caso aumentó su popularidad nacional.
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En nuevas elecciones, celebradas en noviembre pasado, su partido alcanzó el 83 % de los escaños elegibles, mejor aún que cinco años atrás, mientras el partido controlado por los generales apenas rozó el 7 %. Su primera reacción consistió en denunciar un «fraude masivo», que no solo fue desestimado por las autoridades civiles, sino también por los observadores electorales internacionales. Pero la humillación era excesivamente grande y se impuso entonces el golpe. Así, de un gran poder real con algo de legitimidad institucional, los militares optaron por el poder total, sin legitimidad, con enorme rechazo popular y el espectro de gran inestabilidad interna, solo contenible mediante la represión.
Las protestas no han cesado y la situación es aún fluida. Sin embargo, es muy probable que la fuerza logrará imponerse y que el supuesto período de un año para convocar nuevas elecciones se extienda mucho más. Pero, incluso si esta promesa se cumple, es posible que los comicios sean, simplemente, una mascarada para limpiar en algo las manos ensangrentadas de los generales birmanos.