Considerar la cantidad de dinero invertido en préstamos, el número de personas y grupos beneficiados y la mora crediticia brinda una fotografía incompleta de la labor del Sistema de Banca para el Desarrollo (SBD), creado en el 2008 para financiar proyectos productivos. Catorce años después, es preciso evaluar el impacto en el empleo, la creación de nuevas empresas, los encadenamientos y la productividad.
Un dato relevante para calificar la labor del SBD a lo largo de estos años, aunque no es el único, es el comportamiento de las exportaciones, ancladas aún en productos y mercados tradicionales. Una cartera con ¢529.253 millones (a octubre del 2021) debió haber incorporado hace tiempo a otros actores de conformidad con uno de sus principales objetivos: fomentar la innovación, la transferencia y la adaptación tecnológica con el propósito de elevar la competitividad de los beneficiarios.
Entre sus fallas figura la falta de coordinación entre las muchas entidades administradoras de los fondos: todos los intermediarios financieros públicos, el Instituto de Fomento Cooperativo (lnfocoop), instituciones públicas prestadoras de servicios no financieros y de desarrollo empresarial e instituciones u organizaciones estatales y no estatales que canalizan recursos públicos para el financiamiento y la promoción de proyectos productivos. Es el mismo efecto archipiélago presente en otros ámbitos del Estado, donde cada parte se gobierna sin comunicarse con las otras y la dispersión perjudica gravemente la consecución de un mismo fin.
Es difícil saber, sin mecanismos de verificación y rendición de cuentas, hasta dónde tiene efectos positivos que el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA) destine un 15% del presupuesto al apoyo de pequeñas y medianas empresas mediante capacitaciones; la banca privada, un 5%; o los arroceros, a través de Conarroz.
Los Bancos Nacional y de Costa Rica, cuyo músculo les facilita un mejor impulso a la reactivación económica, prefieren colocar el dinero del SBD en “instrumentos financieros”. Al 30 de noviembre del año pasado, apenas habían destinado a créditos para micro, pequeñas y medianas empresas ¢71.695 millones y ¢56.929 millones, respectivamente.
El monto mayor, ¢145.700 millones el primero y ¢158.438 millones el segundo, está ganando intereses en bonos, lo cual no se corresponde con la labor de una banca de desarrollo, y menos en momentos de urgente necesidad de reactivar la economía a través de negocios amigables con el ambiente, de uso intensivo de tecnología y a cargo de jóvenes y mujeres innovadores.
Lo dicho no es motivo para concluir a la ligera que el incremento de la tolerancia al riesgo es una mejora en sí misma. El dinero de los ahorrantes (encaje mínimo legal) y contribuyentes (préstamos del BID, presupuesto nacional) exige un trato riguroso y técnico para determinar cuándo una operación califica para acompañarla aun en circunstancias riesgosas, o si una gestión laxa amenaza con originar una burbuja cuyas pérdidas, como ha sido costumbre, serán trasladadas a quienes aportan los fondos y nunca se sientan las responsabilidades por las decisiones tomadas.
Una banca para el desarrollo atendiendo actividades que la banca comercial —sea pública o privada— ya cubre solamente es útil para alimentar el discurso populista de prometer a grupos de interés invertir los fondos en negocios de altísimo riesgo, entregar la gestión a los gobiernos locales, utilizar los recursos para financiar vivienda o incluso para regalar dinero en efectivo, como se lee en algunos planes de los candidatos a la presidencia, contra lo cual la ley constitutiva del sistema es clara al señalar como requisito la viabilidad de los proyectos.
Por eso, otras fallas del SBD son la ausencia de evaluación del desempeño y la falta de transparencia. El país debe ser informado no solo sobre datos generales, sino también acerca del resultado para identificar cuáles de los 53.143 créditos activos, por citar un ejemplo, están impulsando el desarrollo mediante capital semilla o apostando por el refinanciamiento a sectores tradicionales. Se debe establecer, por tanto, la supervisión y evaluación del impacto.
Sin este examen, existen argumentos sólidos tanto para modernizar la estructura financiera del SBD como para cerrarlo.