En alguna ocasión se escuchó hablar de reforma al empleo público en el marco del debate electoral. Las referencias se hicieron de paso, apresuradas, como para que no se notaran. Hubo quien solo concedió a la medida un factor simbólico y quien le negó valor del todo. En esos casos, las declaraciones partieron de un examen del gasto cuidadosamente limitado al Gobierno Central, como si los ríos de dinero del sector descentralizado tuvieran el mejor uso.
El tema no es popular aunque los abusos son evidentes. Los afectados por las reformas necesarias están organizados para defender sus beneficios. Los ciudadanos en cuyos hombros descansan los privilegios ajenos ni se organizan ni reaccionan con vehemencia. Por eso es mejor política electoral callar y ofrecer “soluciones” cuidadosamente pensadas para no despertar resistencias.
Si hay un punto de absoluto consenso, es la transformación del impuesto de ventas en impuesto al valor agregado (IVA). Eso sí, apenas mencionan su apoyo a esa reforma, los candidatos se apresuran a señalar su desacuerdo con un aumento del porcentaje. La idea es garantizar al electorado la imperceptibilidad del cambio. Nadie lo sentirá. Si hoy pagamos el 13 % de impuesto de ventas, mañana pagaremos lo mismo con otro nombre.
La transformación del impuesto de ventas en IVA sería un paso en la dirección correcta, aunque se mantenga el porcentaje. Ampliaría la base de contribuyentes y mejoraría el control de la evasión, pero lejos de ser la medida necesaria, es apenas la posible en un país empeñado en cometer suicidio fiscal.
También hay consenso en la oferta de eliminar el déficit mediante el combate a la evasión. Esa idea a nadie le molesta. Quienes pagan su parte tiene razón de indignarse ante la evasión ajena. Quienes no pagan tampoco se oponen, sea por vergüenza o por confianza en su habilidad para seguir evadiendo. La verdad, sin embargo, es que ningún Estado cobra la totalidad de los impuestos y la quimera de un 8 % del PIB eludido o evadido es una fabricación de este gobierno para impulsar reformas legales contra el fraude.
Buena parte de esas reformas fueron aprobadas y el gobierno sigue lejos de sumar un 8 % del PIB a sus ingresos. Si eso fuera posible, el déficit desaparecería de un plumazo, no solo el actual, sino el astronómico faltante del 7,9 % proyectado por el Banco Central para el 2019. La recaudación, en buena hora, ha mejorado, pero el incremento es una miseria en comparación con la mina de oro prometida cuando el Ministerio de Hacienda abogaba por la aprobación de los proyectos de ley para el combate a la evasión y el contrabando.
Combatir el contrabando es otra de las propuestas sin oposición. ¿Cómo no aplaudirla? Salvo un contrabandista, nadie se molestará por la idea. Por supuesto, hay mejoras posibles, algunas de ellas aprobadas por la Asamblea Legislativa en este periodo, pero proclamar la instalación de escáneres como una medida significativa frente al déficit fiscal es absolutamente iluso.
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Entre las fingidas soluciones, ninguna es tan obvia como la eliminación de viajes. Los ciudadanos no queremos oír hablar del abuso de fondos públicos para hacer turismo, pero hay viajes necesarios y la eliminación de los superfluos, no importa cuán satisfactoria y deseable sea, es una gotita en el mar de las finanzas públicas.
Eso lleva a la más ridícula de las no propuestas escuchadas a lo largo de la campaña: eliminar los gastos superfluos. Si son superfluos nunca debieron existir y adelante con su eliminación, pero esa debería ser una función de toda Administración Pública, no una promesa de campaña.
Mucho más esperanzador sería escuchar a los candidatos invertir un poco de sinceridad en explicar al país la imposibilidad de seguir como vamos y la necesidad de hacer sacrificios.