Ya la Contraloría General de la República advirtió los peligros del proyecto de ley para liberar a las municipalidades de la regla fiscal, las restricciones a la contratación de colaboradores, los límites al gasto administrativo y otros frenos establecidos para garantizar la racionalidad del gasto.
El proyecto, planteado como una “herramienta para la gestión financiera” en tiempos del nuevo coronavirus, se ocupa más bien de eliminar controles establecidos para impedir desviaciones de la buena administración. Equivale a pedir a los contribuyentes un acto de fe en la gestión municipal sin justificar, como dice una y otra vez la Contraloría, la necesidad o eficacia de las reformas.
Entre las normas propuestas, ninguna es más reveladora que la autorización para contratar fuera del Sistema Integrado de Compras Públicas (Sicop), “siempre y cuando estas contrataciones estén estrictamente relacionadas con la atención de la emergencia nacional producto del covid-19”. La Contraloría, podemos imaginarlo por el lenguaje, se tira hacia atrás, levanta las manos en señal de asombro y califica la norma de “inconcebible”.
En cualquier caso, hay mecanismos establecidos para hacer compras de emergencia, pero el Sicop no es impedimento para la rápida contratación de bienes y servicios. Por el contrario, digitaliza los procesos y los hace transparentes y competitivos.
Como tantas otras iniciativas para mejorar la rendición de cuentas y la supervisión ciudadana, la adopción del sistema unificado de compras públicas ha enfrentado obstáculos durante lustros. Es una aspiración nacional desde el siglo pasado, cuando comenzó a hablarse del gobierno digital y sus promesas. En el 2010, ya se hizo el planteamiento de Mer-Link, un sistema probado y apto para ponernos al día, subsanando las deficiencias del experimento hecho con CompraRed.
La presidenta Laura Chinchilla insistió una y otra vez en ponerlo en práctica como sistema único hasta que, exasperada, emitió un decreto con fecha límite para su adopción. También intervinieron la Contraloría y la Asamblea Legislativa con una ley impulsada por el entonces diputado Ottón Solís. Los plazos de leyes y decretos vencieron hace años, pero todavía hay instituciones fuera del sistema.
Ahora, a juzgar por el proyecto de ley “para la gestión financiera” de las municipalidades, en Costa Rica la digitalización conduce a la ineficiencia. En el resto del mundo, la tecnología agiliza las compras, abarata los precios y mejora la calidad. La clave está en la promoción de procesos competitivos y abiertos, menos susceptibles de distorsiones introducidas por la corrupción. La digitalización también reduce —en otras latitudes, por supuesto— la cantidad y complejidad de los trámites. Así, disminuye costos en tiempo y dinero.
La excepcionalidad de Costa Rica, o de sus gobiernos locales, en esta materia es absurda prima facie. Las compras públicas transparentes y competitivas son buenas para el ganso, la gansa y hasta los gansitos. Además, hay ejemplos de las ventajas de la digitalización en suelo nacional. Específicamente en el ámbito de las municipalidades, la de Grecia pregonaba, ya en el 2016, los beneficios recibidos del sistema de compras públicas. Lo consideraban una experiencia transformadora y explicaban las ventajas de ampliar su base de proveedores, muchos domiciliados fuera del cantón, para estimular la competencia y así obtener mejores precios.
Esos beneficios son más necesarios ahora, precisamente por la emergencia del nuevo coronavirus. La insistencia en eliminar el uso del sistema y sus controles proyecta duda sobre otras medidas contenidas en el proyecto de ley y criticadas por la Contraloría con argumentos parecidos. No pocas veces las emergencias se han constituido en oportunidad para las peores prácticas.