
Una poderosa fuerza naval frente a Venezuela plantea la redefinición de las relaciones de Estados Unidos con América Latina. La Doctrina Monroe (1823) originalmente pretendía mantener alejadas a las potencias europeas. El presidente Theodore Teddy Roosevelt la amplió, con lo que afirmó el derecho de Washington a ejercer un poder de policía para imponer el orden y la estabilidad frente a malos comportamientos al sur del río Bravo.
El corolario de Teddy justificó múltiples intervenciones, luego atemperadas por la llamada política del Buen Vecino. Más tarde, la Guerra Fría reactivó el intervencionismo, esta vez motivado por la disputa con el totalitario imperio soviético.
Después, vino la fallida Guerra contra las drogas (Nixon) y, posteriormente, la Guerra contra el terror, surgida de los criminales atentados yihadistas. La caída del comunismo soviético dejó a Estados Unidos solo en la escena y ante un enemigo de carácter no estatal.
Hoy el mundo es testigo de la crisis del sistema internacional: Ucrania, Gaza, Oriente Medio, enfrentamiento EE. UU.-China, el declinar relativo de la hegemonía internacional de Washington y una amistad sin límites entre Rusia y China.
Ante las crisis, Trump afirma su poderío en su esfera de influencia; busca reapropiarse del canal de Panamá, anexionarse Canadá y Groenlandia, y excluir a China del hemisferio occidental.
El nuevo intervencionismo requiere ser legitimado por un discurso y un enemigo. El narcotráfico es un peligro real y el daño que produce, también, tanto por la narcopolítica que lo ampara como por el problema de salud pública que provoca.
El secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, elabora un programa caracterizado por acciones rápidas y decisivas contra los carteles del narco, detener el tráfico de fentanilo, poner fin a la inmigración ilegal, reducir el déficit comercial y frenar a los actores malignos extracontinentales.
Sin embargo, este nuevo discurso es contradictorio con los objetivos de Trump, quien se ha resistido a incursionar en guerras terrestres y aspira a recibir el Premio Nobel de la Paz. Es curioso que el perfil retórico no reivindique valores democráticos y derechos humanos, si el mismo Teddy Roosevelt guiaba su política con el eslogan: “Habla suave, pero lleva un gran garrote”.
El desacuerdo con esta reformulación de la doctrina Monroe ha surgido en algunos países, como México, que aceptan la cooperación contra el narcotráfico, pero no la sumisión y la capitulación.
Las voces discrepantes también han salido de Estados Unidos, donde algunos han señalado que la utilización de los ejércitos en una guerra requiere la autorización del Congreso (National Review). Esas voces (The Atlantic) han dicho que introducir la acción militar en el combate contra la delincuencia del narcotráfico es contrario a la misión del ejército y disminuye funciones policiales y de la guardia costera. Andrés Oppenheimer, desde el Miami Herald, añade que el tipo de barcos desplazados no son los adecuados para el control del narcotráfico.
La presencia en el Caribe Sur de una flotilla de destructores y navíos de desembarco coincide con el cambio del nombre del Departamento de Defensa por Departamento de Guerra, así como con ataques militares contra pequeñas lanchas y la creación de un nuevo concepto: “narcoterrorismo”, que vincula la noción de guerra contra el terror con la lucha contra el flagelo narco.
¿Cuáles escenarios se vislumbran ahora?
En primer lugar, la intimidación. La continuada presencia de la flota es demostración de fuerza y pretende infundir miedo con ataques en aguas territoriales o internacionales.
En segunda instancia, surge la posibilidad de ataques desde el mar o el aire sobre territorio de la República Bolivariana. Serían ataques precisos, casi “quirúgicos”, para dar credibilidad a la advertencia atemorizadora y provocar divisiones en el Ejército bolivariano.
En tercer nivel, encontramos una intervención puntual para extraer al corrupto gobernante Nicolás Maduro y llevarlo ante los tribunales del norte.
Un cuarto escenario es invadir con tropas, seguido por la subsiguiente ocupación, hipótesis poco probable pero no imposible, ante una inviabilidad de las opciones señaladas.
Una invasión plantea problemas de recursos y de tiempo. Algunos observadores señalan que la variada geografía de Venezuela y su demografía obligarían al Pentágono a comprometer un número de entre 150.000 y 200.000 soldados, lo que implica un gran desembolso de recursos y la perspectiva de enfrascarse en otra guerra prolongada, hipótesis que no concuerda con la visión de Trump proclive a los ataques aéreos (Irán).
Por otra parte, las consecuencias económicas y políticas internacionales complican más el panorama de una guerra asimétrica, donde, a pesar de aspectos positivos del discurso contra el narco, la opinión internacional podría favorecer al más débil.
Vale la pena recordar que la ofensiva contra el régimen de Maduro ocurre en el contexto de una región que se incendia. La guerrilla y el terrorismo político regresan a Colombia en el marco de elecciones complicadas, Venezuela y Guyana se enfrentan por el control de la región del Esequibo, la dictadura del venezolano provoca el éxodo de millones de migrantes, Colombia y Perú viven fricciones territoriales en la Amazonía, hay una grave crisis de inseguridad en Ecuador... O sea, el caldero hierve.
Y ninguno de estos escenarios es puro. Se entremezclan. Pero la gran interrogante es: ¿invadirán los marines? En lo inmediato, pareciera que los escenarios intermedios son los más probables por su menor costo militar y político.
En cambio, la posibilidad de una invasión masiva y la subsiguiente ocupación augurarían una guerra prolongada, con graves consecuencias políticas internas y mundiales.
Sin aliados venezolanos fuertes que promuevan la democratización, la ocupación será problemática, pues el poder no reside exclusivamente en la punta del misil.
curcuyo@gmail.com
Constantino Urcuyo es abogado y politólogo con un doctorado en Sociología Política de la Universidad de París.