Por lo general, cuando hablamos de desigualdades entre personas y grupos, pensamos en diferencias de ingreso y patrimonio entre ricos y pobres, clases sociales, etnias o regiones. También, nos referimos a las asimetrías que existen en las oportunidades de empleo y acceso a servicios públicos. En una palabra, pensamos en desigualdades económicas y sociales.
Este énfasis es lógico por su importancia para la existencia material de las personas. Un viejo dicho latinoamericano dice que una cosa muy distinta es nacer con estrella y otra, nacer estrellado. Además, las discusiones sobre cuánta desigualdad es tolerable y qué tipo de inequidades son aceptables constituyen la médula del reino de la política: han alimentado ideologías y políticas públicas opuestas, propiciado la organización de partidos y movimientos políticos y dinamizado sus conflictos.
Hay, sin embargo, otra dimensión no material de la desigualdad que tiene profundas implicaciones para la vida social. Me refiero a la desigualdad simbólica, las ideas que hacen ver como “natural” un estado de cosas por más inequitativo que sea. Hablo de las creencias que hacen pensar “a los de arriba” que merecen estar ahí (por razones religiosas, étnicas o genéticas) y “a los de abajo”, que no tienen otra opción que apechugar con su mala suerte.
Esta dimensión simbólica ha estado en todos los sistemas políticos conocidos. Me interesa pensarla en sus implicaciones para una democracia como la nuestra. En una comunidad de ciudadanos que se suponen son iguales políticos, es muy fregado que los extremos crean “que se lo merecen”. Hay una cosa que se llama “respeto”, la estima social que toda persona recibe por ser sujeto de derechos. Cuando una sociedad pierde el respeto “por los de abajo” y los maltrata, ellos se sienten despreciados y, en la práctica, extranjeros en su tierra.
Este es un tema difícil y delicado. El asistencialismo y la filantropía no alcanzan. Hay que pensar fuera de la caja, pero, desafortunadamente, seguimos atrapados en la falsa disyuntiva de “desigualdad de oportunidades” versus “desigualdad de resultados”, que lleva a posiciones irreductibles. Históricamente, las democracias más exitosas han hecho combinaciones ingeniosas de inclusión material y simbólica, con cierta desigualdad de resultados y un piso mínimo económico y social que asegure una vida decente para todos.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.