
Tomo prestado el dramático título del editorial de La Nación sobre la CCSS del día 15 de setiembre para advertir, por enésima vez, de la grave situación del país, tal cual la veo.
Quizás no estamos aún en el noveno círculo del infierno de Dante, que es donde “reside el diablo”, aunque sí muy cerca, a juzgar por la creciente cantidad de personas que, dentro y fuera del gobierno, actúan como demonios incontrolados.
Sin embargo, queda una siniestra amenaza que sí nos arrojaría a ese noveno círculo sin posibilidad de redención alguna: que persista en el país la estúpida y suicida indiferencia de décadas –inclusive por parte de acreditados abogados y de los tan vilipendiados “mandos medios”– para con los atributos superiores que la Constitución y unas pocas leyes consagran para que presidente y ministros lleguen a gobernar, y los legisladores a fiscalizar y exigir cuentas integrales, ejercitando la clase de estadismo sociopolítico que sí permitiría una transformadora eficacia que superaría con holgura los males que tantos analistas, abogados incluidos, atribuyen a “malas leyes”, a “mandos medios” o a la “cantidad de entes”.
Sostengo que el número de instituciones no es problema alguno para elevar, ya, la eficacia integral del Estado.
Si el lector duda, lea sobre todo los artículos 11, 140.3 y .8, el 149.6 y el 121.24, más las leyes de planificación de 1974, la 6227 de 1978 (cinco artículos: 26.b, 27.1, 98, 99 y 100) y, como “cereza”, la Ley 8220 del 2002 de simplificación de trámites, tan incumplida como todavía prometedora para reducir la tan odiada tramitología burocrática a niveles mínimos.
Solo entonces podrán rigurosamente confirmar por qué insistimos desde hace décadas en que esa normativa es un “círculo virtuoso” para el excelente gobierno.
Y si no me creen, quizás su “abogado de cabecera” pueda aclararles estas “cositas”, aunque advierto de que los muchísimos abogados que tuve en cursos de posgrado admitían, con sorpresa y mucha pena, que nunca habían escuchado en sus carreras tales interpretaciones “sistémicas” de esas normas.
El editorial referido me estimuló a aplicar su misma dialéctica pero con distintas clarificaciones sociopolíticas que permitan entender mejor la desgracia que afronta Costa Rica.
Dijo en lo más relevante de su mensaje: “La Caja está atrapada entre la improvisación política y la ausencia de liderazgo. Su cuadro clínico exige un tratamiento inmediato: trazar una ruta con visión de futuro... fortalecer la autonomía, blindar la Junta Directiva frente a intereses políticos… La CCSS no puede quedar expuesta a más fiascos ni los ciudadanos debemos tolerarlos”.
Después de leerlo, pensé en el porqué de la reticencia histórica de no querer nadie –sobre todo “constitucionalistas” y la prensa libre– entender que es legítimo y urgente empezar a pedir cuentas al ministro de Salud de turno con el presidente por los continuos desatinos legales y operativos, y la creciente corrupción de “sus” entes autónomos, como si dicho Poder Ejecutivo no tuviera la obligación constitucional de garantizar la excelencia y probidad de las prestaciones de tales entes (la Caja: listas de espera y otros; AyA: Orosi II y otros). Igual pasa con los demás entes autónomos en todo otro ramo.
Ofrezco por ello el análisis sobre el país como tal, partiendo de las premisas, ajustadas, que ese editorial planteó para la Caja.
Primero, la Caja y todo otro ente autónomo son reflejo de un Estado que viene desde hace décadas atrapado entre esa grave “improvisación política y ausencia de liderazgo” por craso incumplimiento del juramento del artículo 194 de la Constitución.
Segundo, es esencial distinguir cuáles fiascos generadores de tantas desgracias mayores se han reproducido en ministerios e instituciones autónomas, y por cuáles causas reales que nunca debieron ser toleradas o disimuladas. Pero lo fueron. Y lo siguen siendo.
Tercero, nunca podrá construirse una ruta con visión de futuro como recomienda el editorial, si no se reconoce por qué hemos sido tan negligentes en seguir la ruta visionaria ya señalada en la Constitución, todos esmerándose más bien en repetir los mismísimos errores y vicios teórico-empíricos que han impedido cualquier “mejor presente” e impedirán cualquier mejor futuro, no importa las “reestructuraciones” constitucionales o legales de “nuevo cuño” que se propongan.
Cuarto, fortalecer la autonomía de una junta directiva y blindarla como el editorialista propone, es desconocer que el Poder Ejecutivo tiene la obligación constitucional de ejercer en todo momento sobre tales entes una dirección estratégica integral permanente, transparente, articuladora y movilizadora que garantice que entes y ministerios estén enrumbados al ideario del artículo 50, tal y como hemos predicado en esta misma página desde 1974.
Quinto, la “politiquería” en entes autónomos ciertamente ha sido nociva, pero otra cosa muy distinta es que la política gubernativa en todo campo o sector le corresponde al Poder Ejecutivo del ramo definirla y exigirla a tales entes (vía planes de desarrollo o directrices) con la máxima sustentación legal, disciplina y firmeza.
Sexto, no nos queda duda de que hay que eliminar cuanto antes el régimen de presidencias ejecutivas por nocivo, ineficaz y corruptor.
La cruenta realidad es que ningún candidato a presidente o a legislador, por más veces que haya sido “candidato”, diputado, ministro o alcalde, peor si es “primerizo”, da muestras de que llegará probamente preparado para fungir, esta vez sí, como los “estadistas” que la Constitución demanda.
Son las imperdonables desviaciones de ese ideario constitucional cometidas en el ejercicio del poder gubernativo y legislativo las que marcan la ruta inexorable que nos llevará a un “tris” de caer en ese infernal noveno círculo… no importa quién gane.
Ningún proyecto o “reestructuración” institucional que se proponga con “bombos y platillos” sobre seguridad, salud, educación, ambiente, vivienda, pobreza, agricultura, etcétera, logrará ningún éxito real si no se contextualiza en el marco de esas pautas superiores para el excelente gobierno, pautas que están disponibles desde 1949, pero nunca aplicadas.
El lector serio que quiera desentrañar este rompecabezas o laberinto conceptuoso, lea esas pocas normas y pregúntese si los candidatos “a todo” alguna vez han sido perturbados por nuestros más reconocidos periodistas, cámaras, sindicatos o “grupos cívicos” sobre su grado de compromiso con esos atributos superiores para el “excelente gobierno”.
Nadie, ni el propio Tribunal Supremo de Elecciones que sigo afirmando está obligado a ser el gurú mayor en esta materia, está moviendo un dedo para agitar el fondo de la sopa servida. Lo que sigue existiendo es su estado aguado e insípido que todos han preferido degustar desde hace 76 años.
El ingrediente iluminador que permitiría espesarla –el estadismo movilizador ordenado en la Constitución– quedó en el camino, inaplicado. Es por ello difícil para los electores entender por qué tantos enjundiosos ideales de desarrollo solidario con tantas instituciones y recursos para “bajarlos a tierra” no han sido alcanzados más allá de dispersos logros producto de mentes individuales iluminadas, cuando lo exigido era lograr un desempeño e impacto armonioso del conjunto gubernativo movido por “cada” Poder Ejecutivo de cada ramo o sector, y en su total conjunto por el presidente como tal.
¿Hay algo más que querramos ignorar para que Costa Rica finalmente caiga en el irreversible noveno anillo de Dante…?
jmeonos@ice.co.cr
Johnny Meoño Segura, catedrático jubilado de la Universidad de Costa Rica, es doctor en Ciencias Gubernativas por la Universidad de Londres; autor de nueve libros y múltiples investigaciones sobre desarrollo; director de Reforma del Estado Mideplán (1976-1984); profesor durante 37 años en la Escuela de Ciencias Políticas de la UCR; consultor en IICA, BID y PNUD, y colaborador de ‘Página Quince’ de ‘La Nación’ desde 1974.