Costa Rica es uno de los paraísos sexuales más frecuentados por depredadores europeos y estadounidenses, muchos de ellos a la caza, específicamente, de menores de edad. Es posible que ni la pandemia contenga el espíritu depredador de esos consumidores de sexo.
Todo San José es un burdel ad hoc, un prostíbulo de facto. La Quebrada del Gringo, avenida 7 (famosa por los locales que ofrecen masajes “eróticos”), calle 6, parque la Merced, avenida 8, Alajuelita, ciudadela Gloria Bejarano, barrio Amón, alrededores del cine Líbano, calle 12, inmediaciones del MOPT, estación al Pacífico, Lomas del Río, Mata de Plátano, Purral, La Carpio, barrio Cristo Rey, barrio Cuba, Los Guido, Colonia Kennedy, La Sabana, barrio La California, la Calle de la Amargura, ciudadela León XIII, ciudadela Nietos de Carazo, el Mercadito, el barrio chino, las calles aledañas a la Clínica Bíblica, el Hotel del Rey; en Cartago, la acera misma de la basílica de los Ángeles, las ruinas, el Palacio de Gobierno; en Coronado, la explanada de la catedral, y, por supuesto, Jacó, campo de entrenamiento de prostitutas, dotado de una escuela donde se les enseñan diversos idiomas y las mil maneras de complacer a la clientela foránea.
Las provincias más afectadas por la prostitución son Guanacaste, Limón, Puntarenas y San José, en ese orden. En los últimos diez años, 170 menores de edad fueron rescatados de establecimientos de proxenetismo, donde eran víctimas de esclavitud sexual o trata de personas.
En el San José nocturno (siniestro, inquietante, amenazador, mal iluminado), cuesta moverse sin topar con una esquina que no sea el escaparate de alguna prostituta o de algún prostituto.

Triunfo de patriarcado. Una ministra de la condición de la mujer manifestó hace algunos años que su aspiración era “devolverles la dignidad a las trabajadoras del sexo”. Y yo me pregunto: ¿Cómo devolverle la dignidad a una actividad inherentemente indigna? ¿Cómo devolverle la dignidad a una actividad inherentemente deshonrosa? ¿Cómo devolverle la dignidad a una actividad inherentemente degradante? ¿Cómo devolverle la dignidad a una actividad inherentemente aberrante? ¿Cómo devolverle la dignidad a una actividad inherentemente trágica?
La prostitución representa el último triunfo del patriarcalismo, su reducto aún no conquistado, su postrero gesto de dominación sobre la mujer.
La relación entre la proveedora de placer y el sexus consumptor no es simétrica ni equipotencial: el macho viene armado de un poder económico infinitamente superior al de la prostituta, y, al “adquirirla”, hará con ella casi todo lo que le dé la gana.
No soy un moralista. Mi preocupación es, antes bien, de tipo humano, psicológico, antropológico y sociológico. Siento por quienes se prostituyen el mismo respeto que me inspira todo ser humano, en virtud de su humanidad.
Me alegra saber que se han agremiado y ahora cuenten con una organización (Redtrasex), integrada por trescientos miembros, para la promoción de los derechos laborales y una adecuada supervisión médica.
Violencia suprema. Mi preocupación es de otra índole, y esa no la van a paliar los gremios, los derechos laborales ni las atenciones médicas. La prostitución exige de quien la practica un acto de violencia supremo sobre sí mismo: la fractura del yo, la escisión ontológica.
Una prostituta deja su alma colgada en la percha del vestíbulo, y lleva a la cama de sus clientes únicamente ese amasijo de carne y huesos, ora digno de La gran odalisca, de Ingres, ora absolutamente patético, que es su instrumento de trabajo.
La prostituta pierde lo que Heidegger llama “la unidad ontológica”. Es una disgregación de su ser que frisa con la esquizofrenia, una desintegración del principio de identidad.
Su cuerpo reposa inerte en el colchón, no entrega sus labios (lo cual habla de su lúcido reconocimiento de lo sagrado, de lo innegociable, de lo puro y lo no mancillable), mientras su alma deambula por otras latitudes del ser.
Lo que yace en la cama es, estrictamente hablando, un ser des-almado. Y este ejercicio, sistemáticamente practicado, es una experiencia dolorosísima. Tan no quiere a su cliente, tan no lo desea, tan repugnante le resulta, tan insufrible es para ella ser tocada por sus sucias manos ¡que le cobra por hacerlo! Eso debería ser suficientemente desincentivador para la mayoría de los hombres, pero resulta que no lo es.

Temporada en el infierno. El sexo, aun el más primario que sea dable concebir, deja de ser sexo: se convierte estrictamente en una transacción bancaria. Lo más triste de este descenso a los infiernos es que, justamente en el sexo, el placer de un participante consiste en la evidencia del placer del otro.
Atención: no por ello deja de ser un placer egoísta, pero siquiera es el egoísmo que procede de constatar que yo tengo la capacidad de hacer gozar a mi compañera. Ella goza con mi gozo, yo gozo con su gozo.
Basta con que una de las partes no participe en esta liturgia del gozo, y la relación deviene completamente disfuncional. En una transacción con una prostituta, yo sé que ella no está gozando, cualesquiera que sean las acrobacias sexuales que yo sea capaz de ejecutar. Nada. Cero. Nihil.
Menos que nada: repulsa, odio encubierto, asco, el deseo de que mi cuerpo deje de estar en contacto con el de ella lo más pronto posible. ¿Cómo puede un hombre gozar con una mujer que lo está detestando secretamente desde el epicentro del ser, pese a todos los recursos histriónicos de que la prostituta sea capaz?
No, no, no, señores… Todo esto es profundamente trágico, amargo, una verdadera desgarradura existencial, un ser que se parte en dos y cultiva esa habilidad hasta convertirla en una rutinaria práctica.
Ninguna mujer sale psicológicamente ilesa de semejante fractura del ser. Es una vida de fingimiento, de ventriloquía, de impostura, una farsa macabra que se cobra un precio altísimo en la integridad psíquica de la mujer.
Llenarían un país. El mundo tiene un total de 13.828.700 prostitutas. Esas son las que están registradas y cubiertas por programas de salud. Por supuesto, no son más que la punta del iceberg.
Luego, vienen las no registradas (por razones religiosas, familiares, sociales), y ahí la suma escapa a nuestra imaginación. Casi 14 millones de prostitutas… Es la población de todo Ecuador, de Senegal, de Guatemala.
China tiene 5 millones, Tailandia y Camboya empatan con tres millones, los Estados Unidos tienen un millón. España (¡qué vergüenza!) es el país europeo con más prostitución y el tercero en el mundo, proporcionalmente a su densidad demográfica.
En Brasil, 250.000 niños son usados por proxenetas en establecimientos de lenocinio que constituyen el paraíso de los pedófilos del mundo entero.
La explotación comercial sexual de menores de edad es la tercera actividad más lucrativa del mundo, únicamente por debajo del trasiego de armas y del narcotráfico.
Costa Rica no está fuera de este cuadro de miseria humana. Varias páginas en Internet nos anuncian como uno de los grandes paraísos para el turismo sexual de menores.
Hoy, algunos diseñadores de esas páginas están tras rejas porque desde el 2013 nuestro Código Penal define como delito la promoción del turismo sexual. Aun así, por lo menos 50.000 turistas al año llegan a Costa Rica en busca de golosinas sexuales.
Son primariamente estadounidenses o europeos, aunque de un tiempo para acá también los chinos y japoneses se han sumado al safari.
Pienso en Los paraísos artificiales, de Baudelaire. La droga y la prostitución, entre ellos. Prácticas que arrojan toneladas de dolor sobre nuestras mujeres, niños y adolescentes.
Urge desenmascarar esos “paraísos” cual lo hizo Baudelaire. Exponerlos como lo que son: el ser humano usando, subyugando, explotando, ultrajando al ser humano.
El autor es pianista y escritor.