La Nación publicó hace unos días un escalofriante reportaje en el que dio cuenta del infierno en que el otrora bellísimo lago de Maracaibo, en Venezuela, se ha convertido. Hoy, no es más que un depósito de materia oleaginosa y pestilente, viscosa masa de agua y petróleo, pútrida gelatina llena de cadáveres de aves y peces, con inmensurable daño infligido a la flora y a los pobladores de la región. En el sentido más estricto del término, un ecocidio: la aniquilación de un ecosistema concreto. No es la explotación petrolera la que ha causado tal catástrofe.
Es muy fácil demonizar todo lo vinculado a los hidrocarburos fósiles. No seamos simplistas. El drenaje del petróleo en el lago de Maracaibo había sido operado pulcramente, y no había ocasionado tal masacre. Pero desde que Chávez llegó al poder —y su avatar, Nicolás Maduro nada hizo por mejorar la situación— la periódica supervisión de la integridad de los oleoductos fue descuidada. Equipos de buzos especializados tenían la misión de asegurar que los ductos fueran permanentemente bombardeados por iones energéticos, generados mediante el sistema de protección catódica. El procedimiento destruía la herrumbre acumulada en las tuberías y preservaba su integridad física. Pero el método fue descontinuado, la oxidación fracturó los conductos en una infinidad de puntos y el petróleo se derramó —tremenda, lenta, incoercible hemorragia— envenenando todo a su paso. Junto al incendio de la Amazonia, obra del pirómano y ecocida de Bolsonaro, es el acto de devastación más grave desde la tragedia del Exxon Valdez, acontecida en 1989: heridas abiertas y supurantes sobre la piel de nuestro pobre planeta.
Apetito compulsivo. En la India, uno de cada diez ciudadanos tiene un carro; en China, uno de cada veinte. En los Estados Unidos (especialmente en la costa oeste y en el sur, donde los medios de transporte públicos son prácticamente inexistentes), cada ciudadano tiene dos carros. Hay familias que tienen cuatro carros, parqueados en garajes que más parecen galerones o bodegas. Aun el perro de la casa maneja. Es el caso de Brian, la mascota de la serie Padre de familia, donde el can es el más inteligente y cultivado miembro del clan. No dejemos de rozar el comentario social que de este hecho se desprende.
Al ritmo de crecimiento de sus economías, pronto llegará el día en que, comprensiblemente, cada ciudadano indio y chino quiera tener su carro, o quizás más de uno, siguiendo con ello el modelo americano. Así pues, la ecosfera tendrá que absorber los escupitajos de dióxido de carbono de cerca de 3.000 millones de nuevos automóviles. Estamos hablando de millones de toneladas de gases letales suspendidos en nuestra atmósfera. No se le puede imponer a ningún país un ritmo de crecimiento cero: cada nación es soberana y querrá naturalmente expandir su potencial energético.
Estados Unidos ha propuesto un ejemplo nefasto de desarrollo insostenible: es una sociedad dispendiosa, ignorante de la noción de austeridad, de enkrateia (término griego usado por Platón: temperancia, moderación, prudencia, autocontrol, continencia, buen juicio, lucidez). Un pueblo que vive en la gula, la angurria, la pulsión adquisitiva y consumista, la ciega, acéfala, bestial necesidad de poseer, y poseer, y poseer.
El costo de la contención. Los países que han protegido sus reservas de biosfera han contribuido a la higienización del planeta. Los que han apostado al desarrollo sostenible han pagado un costo de oportunidad por ello: se han abstenido de explotar sus recursos naturales de manera irracional y ecológicamente devastadora, pero le han regalado a la comunidad mundial el bien invaluable del aire limpio, del oxígeno, de las reservas acuíferas que en un futuro cercano serán valores preciadísimos. Costa Rica, por supuesto, figura entre los paladines del ecologismo (aun cuando, como he señalado en otros textos, el Tárcoles sea el río más contaminado de Centroamérica y los ríos de la meseta central sean tanques sépticos ad hoc).
Los países más contaminantes del mundo, los que hacen del planeta una universal letrina, deberían compensarnos con algún tipo de reconocimiento económico por concepto del costo de oportunidad que la protección de nuestra biosfera nos significa. La idea no me parece absurda: es lo justo, lo correcto y, además, serviría como un estímulo para que otras naciones se sumen a la enorme empresa que supone respirar por todo el planeta. Hacer las veces de alvéolos, bronquios, cilios y pleura para un mundo que se muere de enfisema y cáncer pulmonar.
Tanatomanía. En este momento, la comunidad mundial se debate entre dos opciones impracticables: decretar un ritmo de crecimiento económico de cero a fin de no seguir perjudicando el medio ambiente (nadie lo aceptará ni tiene por qué aceptarlo), o seguir con un ritmo de desarrollo vertiginoso, suicida, tanásico, que podría ser una más de las muchas camufladas maneras que los seres humanos tenemos de propender hacia nuestra autodestrucción. La pulsión de muerte, jugando a su guisa con nosotros. Atención, amigos: jamás subestimemos nuestra tendencia a dejarnos hechizar por el canto de sirena de la autoaniquilación. Es el “espíritu de disolución” de que habla Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida. Esa voz insidiosa que nos hace caminar dormidos sobre las cornisas y los bordes de los abismos, y que un día cualquiera nos induce a saltar al vacío.
Las hecatombes del Exxon Valdez, el lago de Maracaibo y el incendio de la Amazonia, son como chancros, como llagas purulentas sobre la piel del planeta. Ahí están, abiertas, resollantes, infectas, gangrenosas, pululantes de gusanos… Capaces de generar un shock séptico en nuestro universal ecosistema. La naturaleza no es responsable de nosotros; ella no es sujeto de juicio. Nosotros, en cambio, somos responsables de ella, y, como el único animal del mundo que defeca, vomita, orina y escupe donde duerme y vive, somos sobradamente enjuiciables por nuestra inmundicia.
Rousseau ideó en 1762 un contrato social que permitiera nuestra convivencia armónica. Michel Serres, el eminente pensador francés, publicó en 1990 El contrato natural, en el cual subraya la necesidad de establecer un nuevo, inédito vínculo con la naturaleza. No esterilizarla, vapulearla, vejarla, explotarla, sino aprender de ella y tratarla con unción y fervor.
A fin de vender sus porquerías de carros ensamblados en línea, Henry Ford, padre de la producción en masa, condicionó el desarrollo urbano de la grandes ciudades del sur y el oeste de los Estados Unidos de manera que fuesen lo más dispersas y exocéntricas posibles, y, además, desprovistas de medios de transporte colectivos. Tomar el carro, subirse a la autopista, y manejar a cien kilómetros por hora durante treinta minutos para llegar a la más cercana farmacia o a una sala de cine. Este glorificado mercachifle, este antipatriota y antihumanista (detestaba a los judíos y simpatizaba con el nazismo y, de manera muy puntual, con el hitlerismo) hirió de muerte al planeta. Los estadounidenses persisten en ver en él a un prócer de la patria, uno de los grandes músculos económicos de su país. Son nociones que conviene replantearse con actitud crítica y revisionista.
No tenemos mucho tiempo. Se nos muere, en medio de atroces convulsiones y dolores, este pequeño planeta que, como el del Principito, demanda nuestra devoción, nuestra ternura, nuestra vigilancia, nuestro permanente pastoreo. Cual las células cancerosas después de haber consumido al enfermo, moriremos nosotros con él. Devoraremos hasta el último de sus órganos y luego nos extinguiremos: el ser humano no tiene existencia autónoma; sin su planeta no es, no representa, no significa, no vale absolutamente nada.
El autor es pianista y escritor.