MADRID- Líderes mundiales están reunidos esta semana en Jerusalén para conmemorar el 75 aniversario de la liberación del campo de exterminio nazi en Auschwitz.
En un momento cuando el antisemitismo está en aumento en todo el mundo democrático, recordar las lecciones de esta dolorosa historia no podría ser más necesario.
Estos son tiempos difíciles para la democracia liberal. Las instituciones están bajo presión, las reglas y normas están siendo desafiadas y, en algunos casos, desvergonzadamente despreciadas.
Las sociedades se están polarizando y fragmentando cada vez más. Y los “ismos” tóxicos del pasado —etnonacionalismo, populismo, antisemitismo— están siendo revividos.
Mientras el etnonacionalismo y el populismo han dominado los debates durante años, particularmente desde el referendo del brexit y la victoria electoral del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, en el 2016, el resurgimiento del antisemitismo ha sido menos discutido. Sin embargo, la evidencia es abundante y escalofriante.
En Hungría y otros lugares, George Soros, sobreviviente del Holocausto, ha sido demonizado como un soplón durante años. En el Reino Unido, un documento filtrado reveló incidentes “implacables” de antisemitismo dentro del Partido Laborista. Durante las protestas de los chalecos amarillos en Francia, a un destacado intelectual judío le gritaron “sucio sionista”.
Los crímenes de odio antisemitas, desde un incendio provocado en un supermercado kosher en París hasta tiroteos en sinagogas en Pittsburgh y el este de Alemania, también están en aumento. En Francia, los informes policiales indican que los incidentes antisemitas aumentaron en un 74 % entre el 2017 y el 2018.
Del mismo modo, según un informe del Centro para el Estudio del Odio y el Extremismo, de la Universidad Estatal de California, los delitos de odio antisemitas en las tres ciudades más grandes de Estados Unidos (Nueva York, Los Ángeles y Chicago) están en camino de llegar a su máximo en 18 años. El comisionado alemán contra el antisemitismo advirtió a los hombres judíos que no usen kipá (cobertura tradicional de la cabeza judía) en público.
Se dice que el antisemitismo es una bandera roja para una sociedad. Los ataques contra la comunidad judía presagian ataques contra otros grupos. La confesión posterior a la Segunda Guerra Mundial del pastor alemán Martin Niemöller capta elocuentemente esta progresión: “Primero, vinieron por los socialistas, y no dije nada porque no era socialista. Luego, vinieron por los sindicalistas, y no dije nada porque no era sindicalista. Luego, vinieron por los judíos y no dije nada porque no era judío. Luego vinieron por mí, y no quedaba nadie para hablar por mí”.
Pero los riesgos del aumento del antisemitismo son aún más profundos. El rechazo del antisemitismo se encuentra en la raíz del liberalismo occidental moderno y constituye la base de nuestras sociedades.
En ninguna parte esto más cierto que en la Unión Europea, donde se fundó explícitamente con el objetivo de evitar que se repitan los horrores de la Segunda Guerra Mundial.
De hecho, incluso más allá de las reglas, las instituciones y el Estado de derecho, la Unión Europea se basa en el respeto por la dignidad humana, una prioridad nacida y sostenida por la memoria del Holocausto.
El mantra de Europa “nunca más” siempre ha sido más una aspiración que una realidad. La masacre de Srebrenica, en 1995, y, en términos más generales, la guerra y la limpieza étnica que acompañó a la desintegración de Yugoslavia, claramente lo desafiaron.
Pero la búsqueda del alma que siguió al conflicto de los Balcanes sugiere que los europeos al menos reconocieron la traición de sus valores fundamentales.
Tal autorreflexión es mucho más difícil de encontrar en estos días. Las menciones de antisemitismo a menudo se ignoran o incluso se racionalizan cínicamente. Las muestras de indignación o solidaridad carecen de profundidad, con discusiones secuestradas por argumentos sobre las políticas israelíes o incluso estadounidenses. Mientras tanto, la democracia liberal se debilita.
Dos razones para esta débil respuesta merecen especial atención. La primera es el desvanecimiento de la memoria. La historia del antisemitismo en Europa es casi tan antigua como la propia Europa.
Pero en los últimos 70 años han traído un respiro notable, debido a la marca indeleble que el Holocausto dejó en aquellos que lo habían vivido. Pero casi todos han muerto. Las generaciones más jóvenes ven este acontecimiento singularmente horrible como una tragedia más de la historia y, por tanto, no aprecian completamente la escalada o la urgencia de la amenaza que representa el antisemitismo.
La segunda razón es la erosión más amplia de las instituciones y los principios democráticos. En este sentido, el antisemitismo es como el canario en la mina de carbón, y nos muestra cuán tóxico y divisivo se ha convertido nuestro discurso social y político.
La instrumentalización de las reglas, normas y principios más básicos para impulsar objetivos personales o partidistas amenaza con dejar a la deriva nuestras sociedades.
Si no podemos estar de acuerdo en que el antisemitismo no tiene cabida en nuestras sociedades, ¿en qué podemos estarlo entonces?
El resurgimiento del antisemitismo, y la débil respuesta contra él, es un presagio de la decadencia democrática. La conmemoración de la liberación de Auschwitz será un espejo para nuestras sociedades. Podemos desviar nuestros ojos y permitirnos llegar al punto donde no queda nadie para hablar por nosotros o podemos reconocer la amenaza que enfrentamos y mirarla de frente.
Ana Palacio: exministra de Asuntos Exteriores de España y exvicepresidenta sénior y asesora general del Grupo del Banco Mundial. Es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.
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