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CAMBRIDGE– Los países pobres son baratos. En el 2019, con un dólar se compraba más del doble en Argentina, Marruecos, Sudáfrica y Tailandia que en Estados Unidos; tres veces más en Vietnam, la India y Ucrania; y cuatro veces más en Afganistán, Uzbekistán y Egipto.
Si un país es barato, debería ser más competitivo y, así, alcanzar a las economías más ricas. En realidad, muchos países baratos están cada vez más rezagados.
A simple vista, el hecho de que los países pobres sean baratos es contraintuitivo. Si los países pobres son mucho menos productivos, ¿las cosas allí no deberían costar más, ya que fabricarlas requiere más tiempo y esfuerzo?
Este sería el caso si los salarios fueran los mismos en todos los países. Pero son mucho más bajos en los países pobres que en los ricos. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), los salarios anuales promedio en el 2019 eran superiores a $60.000 en Suiza y Estados Unidos; a $50.000 en Australia, Dinamarca, Holanda y Alemania; a $40.000 en Francia y Suecia; a $30.000 en España, Corea del Sur, Italia y Polonia. Eran inferiores a $20.000 en Grecia y Hungría, y a $10.000 en México.
Esos diferenciales sugieren que existe un universo alternativo posible en el que los países altamente productivos paguen salarios más altos y los países poco productivos paguen salarios más bajos, de manera que todos los bienes y servicios cuesten lo mismo en todas partes.
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Tiene sentido, pero ese no es el mundo en el que vivimos: con un dólar se compra más en un país pobre que en uno rico.
La explicación económica habitual para esto es que, si bien los países pobres suelen ser poco productivos en general, son particularmente improductivos a la hora de fabricar cosas que se comercian internacionalmente en relación con las que no. Ahora bien, ¿cómo explica esto que los países pobres sean baratos?
Los precios de los bienes comercializables internacionalmente, como el café y los teléfonos celulares, tienden a ser similares en todos los países. Si el precio local es demasiado alto, el producto podría importarse. Y si el precio local es bajo, la gente ganaría más dinero exportando el producto que vendiéndolo en el país.
Por el contrario, los llamados bienes no comercializables que solo es posible venderlos localmente, como los capuchinos, los servicios de telefonía móvil y los cortes de cabello, tendrán precios muy diferentes en distintos países.
Esos bienes y servicios tienden a ser más baratos en los países más pobres, porque estas economías son relativamente menos improductivas en esos productos comparado con los productos comercializables.
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Esto plantea la interrogante de por qué los países pobres son especialmente improductivos cuando se trata de producir cosas que se comercializan internacionalmente.
La respuesta más persuasiva es que la productividad depende de la adopción y adaptación de tecnología, lo que requiere descubrir cómo hacerlo. Y el costo de esto solo se recuperará durante un período de beneficios extraordinarios.
En el sector no comercializable, un pionero en la adopción de una nueva tecnología tendrá un monopolio hasta que surjan imitadores exitosos, lo que le da al pionero la posibilidad de fijar los precios para recuperar el costo de la innovación.
Por el contrario, un pionero en un producto que se comercializa internacionalmente tendrá que competir desde el principio con empresas extranjeras que ya fabrican productos similares. Sin un período de algo de poder monopólico, es imposible recuperar los costos de innovación.
La tecnología es conocimiento que se utiliza para hacer cosas, como producir alimentos, brindar entretenimiento o administrar justicia. Y cobra tres formas: conocimiento incorporado en herramientas; conocimiento codificado en fórmulas, algoritmos, recetas y manuales de procedimientos; y conocimiento tácito, o know-how, en los cerebros de equipos de seres humanos con capacidades complementarias, como los cirujanos y los anestesistas.
En principio, copiar conocimiento codificado no tiene costo y, a falta de derechos de propiedad, puede desplazarse por el mundo tan rápido como un e-mail. De manera que esta no debería ser la razón por la cual los países pobres no crecen aceleradamente.
Las herramientas, en cambio, suelen producirse en los países ricos, que incorporan el conocimiento en ellas, y representan más del 40 % del comercio mundial de bienes.
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Como los países pobres son baratos, las máquinas importadas se ven como si fuesen mucho más caras: la misma máquina parece costar cuatro veces más a una empresa egipcia que a una suiza.
Asimismo, el know-how es esencial para ejecutar cualquier tecnología y la carencia de know-how implica que los costos de las máquinas, los materiales y la mano de obra fácilmente se desperdicien.
Desafortunadamente, el know-how se traslada con enorme dificultad de un cerebro a otro. Es mucho más sencillo trasladar los cerebros directamente.
Desplazar cerebros es un poderoso mecanismo de difusión tecnológica, como ilustra la evidencia de la migración, las diásporas y hasta los viajes de negocios.
Basta con mirar la creciente importancia de los llamados servicios de negocios intensivos en conocimiento (KIBS), ofrecidos por firmas como McKinsey & Company, Accenture, Halliburton o Schlumberger. Pero, nuevamente, cuanto más barato el país, más caros parecen estos servicios.
De modo que el hecho de que los países pobres sean baratos les dificulta la adquisición de la tecnología que necesitan para progresar. Como resultado de ello, siguen siendo pobres.
Ahora bien, quizás haya una manera de convertir el hecho de ser barato en una ventaja. Si los países pobres pudieran desarrollar las capacidades para exportar KIBS, sus empresas podrían ser globalmente competitivas a la vez que ofrecerían a sus empleados un estándar de vida más alto, como lo han hecho compañías indias como Wipro y TCS.
Ser barato no es una panacea para los países más pobres. Todo lo contrario: traba la puerta a la prosperidad haciendo que la tecnología, ya sea herramientas o know-how, resulte relativamente más costosa.
El ser barato deja abiertas un par de ventanas en el tercer piso a través de las cuales los países más pobres podrían encontrar la manera de escalar.
Ricardo Hausmann: exministro de Planificación de Venezuela y ex economista jefe en el Banco Interamericano de Desarrollo, es profesor en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y director del Harvard Growth Lab.
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