El dinero contante y sonante comenzó a ser usado en Mesopotamia hace aproximadamente 2.500 años. Por supuesto, el comercio existía antes de ese acontecimiento bajo la forma del trueque: un señor trocaba dos gallinas por un cerdo.
Pero ¿qué tal si el segundo participante de la transacción no necesitaba gallinas? Así, el trueque tendió a desaparecer debido a su naturaleza imprevisible, aleatoria. Aparece entonces el dinero, y entramos en la era crematística de la historia. Se declara por decreto que ciertas piedras preciosas fungirán como esa unidad de mesura, ese equivalente universal, ese divisor común que es el dinero. Pero, bien que mal, eran piedras y cargarlas era trabajo harto fatigoso.
Inicialmente, se les atribuía a esas piedras preciosas un valor intrínseco: el oro, la plata, el bronce. Esto es una mera fantasía, ¿por qué habría el oro de valer más que la plata o el zinc? Pues por convención, por acuerdo universal.
Se trata, y esto supone un cambio paradigmático importantísimo, del paso de lo concreto a lo abstracto. Dos gallinas y un cerdo eran cosas perfectamente concretas; una moneda de oro o de plata no pueden tener un valor intrínseco. Empero, a punta de imaginación y del reinado absoluto de lo simbólico sobre toda actividad humana, son tenidos por metales más valiosos que los demás.
Un billete constituye un documento fiduciario, esto es, un papel en el cual voy a depositar mi fe para suponerlo el equivalente a un valor que lo sustenta (ese sí, muy concreto) el oro. El étalon oro fue durante muchos siglos el garante, el fundamento, la base inconmovible de toda la riqueza del mundo. El país más rico era el que tenía más lingotes de oro en sus arcas bancarias.
Un paso más y llegamos al cheque, un título de valor, una letra de cambio. Supone la bona fide de quienes lo emplean. Más que nunca, el cheque demanda de nosotros dos facultades básicas: la fe en quien lo emitió y la fe en el valor simbólico del documento.
También es, a su modo, moneda fiduciaria, por cuanto debemos ejecutar a leap of faith (un salto de fe) para aceptarlo e ir a depositarlo a nuestra cuenta bancaria. Intrínsecamente, no vale más que cualquier papelucho arrugado en el cesto de la basura. Nos hemos elevado a un nivel mayor de abstracción.
Dinero ex nihilo. Luego adviene el dinero plástico. Las tarjetas de crédito o de débito. Cuando el usuario se sirve de estas herramientas, su entidad financiera le está prestando dinero. La devolución puede programarse en una o varias cuotas, y deberán además pagarse intereses.
Los intereses pueden ser usurarios, formas de extorsionar y explotar al cliente, porque tales son éticamente reprensibles, una indecencia, una inmoralidad monda y lironda. Y, por supuesto, seguimos bajo la égida de la economía simbólica: todo valor aquí es mera convención. La tarjeta no valdrá nunca más que el plástico del cual está hecha.
A lo que sería pertinente preguntarse: ¿No ha estado toda transacción comercial pactada entre los hombres (salvo el trueque) regida por la capacidad simbólica exclusiva de la criatura humana? ¿Por qué habría el oro de ser declarado el rey de los metales y tomado como patrón y garante sólido, tangible, de toda moneda, billete, cheque o tarjeta que en el mundo existiese? ¿Tiene acaso el oro portentosas capacidades curativas o la facultad de hacernos vivir más tiempo sobre la tierra?
El mundo no termina de justipreciar la enorme ruptura que supone el advenimiento del dinero plástico en nuestras sociedades, programadas y entrenadas para comprar compulsiva, irracionalmente. La tarjeta de crédito nos ofrece la posibilidad de una gratificación inmediata, ya mismo, illico, en el momento en que me acomete el antojo adquisitivo. No hay que esperar: blandimos nuestra tarjeta y toda cosa puede ser nuestra.
En cierto modo, es un objeto mágico, misterioso, un materializador de fantasías, un aguardiente temible para aquellos que padecen de adquisitio morbus (y en mayor o menor medida, todos sufrimos esta deplorable afección).
La tarjeta nos propone el vaso de agua en mitad del desierto, justo aquello que más codiciábamos, en cuestión de segundos. El vendedor hace acto de fe en que la tarjeta tiene los fondos necesarios, y nos entrega sonriente su mercancía. Pero al final de mes somos facturados… y ahí comienza el timor et tremor, la culpa, el crujir de dientes, la mesadura de cabellos, el rasgado de las vestiduras.
El gran, el hipnótico atractivo de las tarjetas consiste en su inmediatez, en su manera de saciar nuestros apetitos tan pronto estos despiertan. Lo que es más, mucha gente se atiza metódicamente esos apetitos a fin de ir a saciarlos a sus anchas.
Invisibilidad. Y como finis coronat opus, ahora tenemos también el dinero electrónico. Ese ni siquiera podemos verlo. Se limita al tecleo de un funcionario bancario en su ordenador. Una transferencia invisible, impalpable, inmaterial, por poco fantasmagórica.
Más que nunca, hemos de movilizar nuestra fe para creer que, efectivamente, esas tres teclas apretadas con mano desdeñosa y nonchalante por el funcionarito va a llenar nuestras arcas de dinero. La abstracción ha alcanzado ya su punto de evaporación, de sublimación, de enrarecimiento máximo. De los chanchos y gallinas, a la mano de un empleadito bancario. Cuestión de un par de minutos. El dinero se ha desmaterializado. El patrón oro ha caído en desuso. No vemos, no tocamos, no olemos nuestro dinero. Nuestra relación con él es puramente teórica y espectral.
La usura fue siempre tenida por un acto indecente y reñido con la generosidad, la misericordia y la fraternidad entre los hombres. Hoy es premiada. Los grandes prestamistas, usureros, extorsionadores y agiotistas figuran en la revista Forbes: la sociedad los ha glamorizado, los ha convertido en figuras de escaparate, de farándula, y en grandes héroes modélicos. Se supone que todos debemos imitarlos… ¡Cuán errónea concepción de la excelencia y el éxito! Todos sabemos que Onassis amasó su babilónica fortuna deslomando y pisoteando a miles de hombres. Por favor, señores: es una cosa de sentido común. Nadie acaparara tal fortuna si no es caminando sobre las cabezas humilladas de incontables seres humanos.
La literatura ha sido siempre inmisericorde con estos sujetos. Piensen en Shylock, el mercader de Venecia (Shakespeare), Hurtado de Mendoza y Espinel (Cervantes), el buscón (Quevedo), Harpagón (Molière), papá Goriot (Balzac), Gobseck (Balzac), el clérigo de Maqueda (Lazarillo de Tormes), el licenciado Cabra (Lazarillo de Tormes), Ebenezer Scrooge (Dickens), Aliona Ivánovna (Dostoievski), la espernible usurera a la que Rodion Raskolnikov parte el cráneo de un hachazo (gesto que me habría encantado realizar). Es tan cruel, tan inmoral y mezquina, y ha generado tanto dolor en torno a ella que por una vez Dostoievski, tan misericordioso y amante de sus personajes, declara “ser incapaz de encontrar en ella una sola virtud redentora, una sola cualidad que la emparente a la raza humana”.
Lo peor de todo, amigos, es que si estos esperpentos viviesen hoy figurarían flamantemente en la revista Forbes: una verdadera apoteosis de los antivalores éticos, la celebración de todo cuanto es inmundo y rapaz en el anarcocapitalismo, la peor faceta humana jamás exhibida en la literatura.
Ese largo proceso histórico que llevó el dinero de lo concreto a lo invisible, abstracto y teórico, también cambió el perfil del avaro. Ya no es Harpagón aferrado a su cofre de monedas (¡comiéndoselas en la última escena de la obra!). Ahora es un ser tenebroso, dueño de los bancos, tarjetas, transnacionales, líneas de aviación. Es despreciable. El “blanqueo” de su imagen es puramente semántico. Ya no le dicen avaro (persona anal retentiva —Freud— de nalgas apretadas y crispados esfínteres), sino avezado financista. ¡A mí con palabritas! ¡Me las conozco todas, amigos. En esto consiste mi profesión! Una enfermedad social, eso es lo que son, y como tal deberían ser fumigados.
El autor es pianista y escritor.