NUEVA YORK– El incremento de la interconexión global (los crecientes flujos transfronterizos de personas, bienes, energía, correos electrónicos, señales de radio y televisión, datos, drogas, terroristas, armas, dióxido de carbono, alimentos, dólares y, por supuesto, virus biológicos e informáticos) ha sido un rasgo definitorio del mundo moderno. Pero la pregunta es si el punto máximo de la globalización ya pasó y, de ser así, si lo que viene ahora es para darle la bienvenida o para resistirlo.
Es verdad que siempre ha habido movimiento de bienes y personas por el mundo, a través de los mares o en la antigua Ruta de la Seda.
Lo que hoy es diferente es la escala, la velocidad y la variedad de esos flujos. Sus consecuencias ya son significativas, y lo son cada vez más.
Si la historia de los últimos siglos dependió en gran medida de la rivalidad entre grandes potencias y de su buen o mal manejo, es más probable que lo que definirá la era actual sean los desafíos globales y la buena o mala respuesta mundial.
Los motores de la globalización han sido la tecnología moderna (desde aviones y satélites hasta Internet) y las políticas que abrieron los mercados al comercio y a la inversión.
La estabilidad y la inestabilidad la promovieron; la primera, al hacer posible la actividad comercial y el turismo; la segunda, al impulsar flujos de migrantes y refugiados. Los gobiernos, en general, la consideraron favorable en términos netos y no le pusieron obstáculos.
Pero la globalización, como demuestran sus variadas formas, puede ser destructiva tanto como constructiva, y estos últimos años cada vez más gobiernos y personas de todo el mundo han comenzado a verla como un riesgo en términos netos.
Tratándose del cambio climático, las pandemias y el terrorismo (fenómenos que la globalización intensifica) los motivos están claros. Pero en otras áreas, analizar el creciente rechazo a la globalización es más complicado.
Un ejemplo es el comercio internacional que puede ofrecer trabajos mejor remunerados en la producción industrial o agrícola orientada a la exportación, y bienes de consumo que muchas veces son de mejor calidad, menos costosos, o ambas cosas.
Pero las exportaciones de un país son las importaciones del otro, y estas pueden competir con los productores locales y generar desempleo.
El resultado ha sido un aumento del rechazo al libre comercio y demandas de un comercio internacional “justo” o “administrado” con más actuación del gobierno para limitar las importaciones, promover las exportaciones, o ambas cosas.
Una tendencia similar está produciéndose en lo referido a la información. Más allá de cuán ventajoso pueda parecer el libre flujo de ideas, los gobiernos autoritarios lo consideran una amenaza a su control político.
Internet se está balcanizando en dirección a convertirse en una red dividida (splinternet). El primer paso lo dio China con su “gran muralla informática”, que bloquea el acceso a noticias y sitios “sospechosos” en Internet e impide a los usuarios chinos acceder a materiales que el gobierno considera políticamente delicados.
Tradicionalmente, el libre movimiento masivo de personas a través de las fronteras fue algo aceptado e incluso bienvenido.
En Estados Unidos, los migrantes han sido la base del éxito económico, político, científico y cultural del país. Pero ahora muchos estadounidenses miran a los migrantes con recelo, como una amenaza para el empleo, la salud pública, la seguridad o la cultura. Un cambio similar se ha dado en buena parte de Europa.
Todo esto apunta a un giro hacia la desglobalización, proceso no exento de costos y limitaciones. Poner obstáculos a las importaciones puede causar inflación, dejar a los consumidores con menos alternativas, frenar el ritmo de innovación y alentar a otros países a imponer barreras comerciales propias a modo de represalia.
Poner obstáculos a las ideas puede ahogar la creatividad e impedir la corrección de errores de gobierno.
Poner obstáculos al movimiento transfronterizo de personas puede despojar a las sociedades de talento y mano de obra necesaria, y al mismo tiempo agravar el sufrimiento de quienes se ven forzados a huir de la persecución política o religiosa, la guerra, las pandillas o el hambre.
Además, hay áreas de gobierno donde la desglobalización está destinada al fracaso. Las fronteras no son barreras para el cambio climático. Cerrarlas no protege a los países del riesgo de enfermedades, ya que los ciudadanos siempre podrán volver a casa llevando consigo el contagio. La soberanía no es garantía ni de seguridad ni de prosperidad.
Hay un modo mejor de responder a los desafíos y amenazas de la globalización. La acción colectiva eficaz puede hacer frente al riesgo de enfermedades, cambio climático, ciberataques, proliferación nuclear y terrorismo.
Ningún país puede conseguir más seguridad por sí solo; el unilateralismo no es un programa de gobierno serio.
De eso se trata la gobernanza global. El formato de los acuerdos puede y debe adaptarse a las amenazas enfrentadas y a las necesidades de los participantes que puedan y quieran cooperar, pero no existe una alternativa viable al multilateralismo.
El aislacionismo no es una estrategia. Tampoco lo es la negación. Podemos enterrar la cabeza en la arena como el proverbial avestruz, pero la marea subirá y nos ahogará.
La globalización es una realidad imposible de ignorar, y no desaparecerá porque uno lo desee. La única opción real que tenemos es elegir el mejor modo de darle respuesta.
Los críticos tienen razón en algo: la globalización trae consigo problemas además de beneficios. Obliga a las sociedades a aumentar su resiliencia, a proveer a los trabajadores educación y capacitación permanente para que estén listos para los empleos que surgirán conforme las nuevas tecnologías o la competencia extranjera eliminen sus puestos de trabajo actuales y a prepararse mejor para enfrentar hechos inevitables como pandemias o fenómenos climáticos extremos causados por el calentamiento global.
La globalización no es un problema que los gobiernos deban resolver: es una realidad que deben manejar. Optar por la desglobalización general es elegir un falso remedio, y uno que es mucho peor que la enfermedad.
Richard N. Haass: presidente del Council on Foreign Relations y autor de “The World: A Brief Introduction”.
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