Cada vez que a un ser humano se le sienta en la silla de acusados, se sienta también a su sociedad y su momento histórico. No existe esa quimérica figura llamada el antisocial. Esa es una mera ficción fabricada para cloroformizar las malas conciencias de quienes comprenden que todo criminal es también una víctima.
Es lo que nos enseña la novela In Cold Blood de Truman Capote, donde, después de familiarizarnos con la historia de vida de los despiadados criminales Dick Hickock y Perry Smith, descubrimos que es imposible no sentir compasión por ellos. Sí, asesinaron a los cuatro miembros de una familia de Holcomb, Kansas, pero Homo sum, humani nihil a me alienum puto.
Capote llamó su obra una novela de no ficción. Él departió cientos de horas con los convictos, antes de que estos fueran ahorcados por sus inconcebibles asesinatos. La novela fue llevada al cine en 1967 y 1996. Gracias a los testimonios recogidos por Capote y a su actitud de misericordia con los criminales, a su capacidad de empatía y conmiseración, crea en nosotros el síndrome de Bonnie y Clyde: nos ponemos del lado de los delincuentes y presuponemos que es el mundo, la sociedad, la coyuntura histórica en que vivieron los que deberían subir al patíbulo. Empezamos, entonces, lo queramos o no, a invocar una palabra sobajeada como pocas: sistema. Todo sería, así pues, culpa del sistema, y es él quien debería ser llevado a la horca.
Contra esta tesis surgen de inmediato los que invocan las nociones de libre albedrío, de capacidad de decisión, de libertad para escoger entre el bien y el mal. Esos asesinos a sangre fría, degolladores de una familia entera (el padre, la madre y los dos hijos), tuvieron la libertad para no perpetrar el crimen.
Pero después nos enteramos de sus misérrimas infancias: madres prostitutas, padres que los amenazaban con armas de fuego, palizas físicas que dejaron a Dick Hickock discapacitado, hambre, más palizas, soledad, incomprensión, marginación, alcohol, drogas, dependencia de fármacos (Hickock no podía vivir sin tomar aspirinas).

Una infancia-infierno. Nada que encontrarán en el más allá, después de sus ahorcamientos, superaría en brutalidad y violencia esas infancias malditas. Las que marcan y determinan toda una vida. Es entonces cuando quisiéramos agarrar esa abyecta abstracción llamada sociedad, y llevarla a la horca.
¿Cuándo comienza el mal en la vida de un ser humano si no es en su temprana infancia? ¿En qué momento el miserable, agredido toda su vida, toma la decisión de pasarse al bando de los agresores? ¿Quién puede jurar sobre una biblia que a él jamás le sucedería tal cosa? ¿Prometer que a pesar de haber padecido una cámara de torturas a guisa de infancia va a reformarse, recibir una visitación de la Virgen o ser objeto de una teofanía y salir transfigurado a hacer el bien por los caminos del mundo?
Por otra parte, ¿cómo dejar impunes a las víctimas de su atroz holocausto? Perdonar al culpable equivale a traicionar a la víctima. La sociedad tiene entonces que castigar, que castigarse, sería más propio decir.
Antes que un ser racional, la criatura humana es un animalito emotivo, pasional, impulsivo, visceral, sanguíneo, bilioso, cultor del pensamiento mágico, movido por el proceloso océano subconsciente, por el onirismo, un delicado equilibrio químico que con el menor desbalance hará derrapar en una u otra dirección, lleno de miedos, inseguridades, atenazado por el horror a la muerte, al tiempo, a la decrepitud, ignorante de la existencia o no existencia de Dios, víctima de sus propios demonios, habitado por miles de hombres, esquizoide, oscilando siempre entre el miedo y el deseo… Los hombres del Neolítico eran atenazados por los mismos tormentos. No difieren sustancialmente de nosotros.
Actos constructores. Sartre, como el hijo de la Aufklärung que nunca dejó de ser, postula a un ser humano que se construye a sí mismo con cada uno de sus actos, dentro de un horizonte de ilimitada libertad. Estamos condenados a ser libres. Una filosofía de la libertad y la responsabilidad. Pero nuestro pensador suavizó tan categóricas afirmaciones en uno de sus posteriores ensayos.
¿Libertad, libre albedrío, sindéresis, capacidad de discernimiento entre el bien y el mal? ¿Puede realmente hablarse de tales nociones en el caso de un niño que creció entre prostitutas, alcohólicos y drogadictos, ayuno de educación, hambriento, friolento, haraposo, misérrimo, carente de padre y madre, robando mendrugos y recibiendo palizas y porrazos que le han ocasionado lesiones perpetuas, tal el caso de Hickock?
¿No son la libertad y el libre albedrío meras ficciones éticas y sociales? ¿En qué momento elige un ser humano la senda del mal? ¿Desde su temprana infancia? Infancias determinadas —no meramente condicionadas— por esos años que fueron une saison en enfer (Rimbaud). Sí, la infancia-infierno es cosa que nos deja marcados hasta la muerte. La volición, la libertad, la autodeterminación, el libre albedrío… que hagan gárgaras con tan prestigiosas nociones quienes no hayan atravesado estos tránsitos de fuego.
Hace poco daba una conferencia sobre Madame Bovary, y alguien pronunció draconianamente: «Esa vieja era una madre desnaturalizada que abandonó a su hija y la condenó a la esclavitud infantil, traicionó a su esposo con cuanto amantillo le salía al paso, provocó la confiscación de sus bienes, lo dejó en la miseria, mató a su primera esposa, que murió de tristeza al ver el embobamiento de él con ella, era promiscua, mentirosa, vana y, para rematar, cometió la peor de las abominaciones: el suicidio».
Stricto sensu, Emma Bovary hizo, en efecto, todas esas cosas. ¡Pero qué fácil es juzgarla! ¡Cuánto más difícil tratar de entenderla! Su profundo malaise vital, sus ilusiones tronchadas, la claustrofobia de un ambiente rural, entre vacas, cabras y chanchos, (¡ella, que había soñado los más operáticos romances!), la limitación del medio, su efecto de bonsái sobre la inteligencia, un esposo tonto, mediocre, chato, primario, carente de sofisticación, de humor, de cultura, desprovisto de toda destreza amatoria, pésimo médico (y ni siquiera eso: era un oficial de salud, apenas capacitado para atender dolencias básicas).
Emma había recibido una educación esmerada en el convento de las ursulinas: sabía tocar el piano, cantar, bailar, dibujar, bordar, conocía la geografía y la astronomía… ¿cómo no entender su irremediable frustración, exiliada en el mundo del spleen, el taedium vitae, la chatura intelectual y la antipoesía?
¿Hemos de quemarla viva por un par de aventuras adúlteras? ¿Debatiéndose con la moralina burguesa de la época, que se reducía a una normativa sexual, la policía erótica de la comarca? Irónicamente, es el imbécil de Charles, su esposo, quien después de muerta, evalúa lo acontecido con mayor sabiduría: «Fue la culpa de la fatalidad», y Flaubert agrega: «He ahí la única gran reflexión que hizo en su vida». El propio autor se abstiene de juzgar o de editorializar en torno a la moralidad de su heroína.
Si tomamos en serio el dictum de Ortega y Gasset (Yo soy yo y mi circunstancia), hemos de colegir que al patíbulo tendríamos que subir yo y mi circunstancia (mi sociedad).
Sí, amigos, yo también habría mandado a la horca a Smith y Hickock. Pero lo habría hecho con profundísimo dolor y remordimiento, sin convicción, con la mirada baja, apesadumbrado, roído por corrosivo escepticismo sobre la noción de justicia, inseguro, indeciso, asqueado de mí mismo y convencido de que a ese patíbulo debería subir también toda la sociedad.
No hay criminal sin una sociedad que lo prohíje. Ella es la madre, debe dar cuenta de todo lo que sale de su vientre. Es un axioma apodíctico (Aristóteles). Y después de emitir mi sentencia, abandonaría para siempre mi cargo como juez. Pero eso soy yo. Débil, vacilante, carente de respuestas. ¿Hay alguien en el mundo que las tenga?
El autor es pianista y escritor.