Dependiendo de quien se la cuente, escuchará versiones muy disímiles acerca de la historia del pensamiento económico.
Hay quien prefiere contarla en términos de grandes personajes; la opinión más generalizada es que la crematística nació con Adam Smith, quien, entre incontables aportes, descubre cómo el incentivo de beneficio personal puede conducir a resultados tecnológicamente óptimos.
Otros ven a Richard Cantillon como el padre de esta ciencia, por dar lo que hoy entenderíamos como «bases microeconómicas a la macroeconomía».
La versión menos popular del cuento narra que fue, en la escolástica tardía, la Escuela de Salamanca la que trató analíticamente a la economía por primera vez, al argüir que el «precio justo» resulta de la escasez relativa y que la inflación depende de la cantidad de dinero.
Mi versión favorita de esta historia es que el estudio formal de las relaciones de mercado en Occidente comenzó con una pregunta: ¿De dónde viene el valor?
Juicio humano. Varios mercantilistas pensaron que venía del propio metálico que usaban como moneda; los fisiócratas, que procede de la tierra; y los clásicos, junto con Marx, su crítico de mayor contumacia, decían que, como lo que tenían en común todas las mercancías era que procedían del trabajo, este otorgaba el valor.
Luego, Carl Menger descubrió que lo que realmente tienen en común todas las mercancías es que son objeto de juicio humano; esa visión, aunada a la de Marie-Ésprit-Léon Walras y William Stanley Jevons, quienes solidifican al marginalismo (valoramos lo que no tenemos con base en lo que ya tenemos) conducen a la ortodoxia presente de valor subjetivo.
Pero, sin importar cómo llegamos aquí, la cuestión es que llegamos y que decir que los políticos «que se creen exentos de toda influencia intelectual son usualmente esclavos de algún economista difunto» es tan válido como cuando John Maynard Keynes lo dijo.
Y aunque fuese hasta hace poco que la economía saltara al estrellato, lo cierto es que, si bien normativas en su mayoría, se registran enseñanzas económicas desde mucho antes de Smith y algunas facilitarían nuestro escape del estancamiento.
William Petty, precursor del clasicismo, fue quien postuló el uso de la estadística en las ciencias sociales y que, por ende, las conclusiones de la ciencia económica debían tener correlato empírico y las recomendaciones políticas sustento técnico y medición.
Injusticias contra el consumidor. En Costa Rica, el Programa Estado de la Nación informa de que entre 1991 y el 2014 más de la mitad de las leyes promulgadas no aclaraban el origen de los recursos para su ejecución.
Centurias atrás, Alberto Magno, desde la idea aristotélica del beneficio excesivo, condenó el monopolio como causante de injusticias contra el consumidor, pues este queda indefenso debido a la falta de alternativas.
Por citar solo dos ejemplos, están la transferencia de costos de la convención colectiva de Recope, que constaría de ¢46.000 millones en los próximos tres años, y el descubrimiento de Mata y Santamaría de que al 2017 un excesivo 7,3 % de los ingresos mensuales de las familias de menores recursos del país se iba en la compra de arroz, sector protegido por un arancel del 35 %.
En la misma línea y si retrocedemos todavía más, encontramos a Jenofonte. El sabio griego, mucho antes que Smith, descubrió la eficiencia de la especialización y la división del trabajo.
El mérito del escocés fue señalar que una estructura de competencia insta a su aprovechamiento. El nivel de productividad por trabajador costarricense al 2018 era tres veces menor que el promedio de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Este párrafo y el previo, en gran medida, responden por qué «Costa Rica es tan cara», a la vez que la encuesta continua de empleo, al IV Trimestre del 2020, informó de que el ingreso mensual promedio por empleo principal es de ¢324.000 en el sector privado.
Oferta y demanda. No obstante, quizás el hallazgo más asombroso de los historiadores del pensamiento económico sea uno todavía más antiguo: la teoría de lo ligero y lo liviano.
Su autor observó que si una mercancía era abundante, se aligeraba y disminuía su precio, mientras que si escaseaba, se tornaba pesada y subía su precio. ¿Suena conocido? Efectivamente, es la ley de la oferta y la demanda. Pero el autor de tan sugerente hecho no fue sino Guan Zhong, pensador chino del siglo VII a. C.; en otras palabras, que los fenómenos de la economía no son un invento disparatado de la modernidad que solo pretende perpetuar y profundizar desgracias, sino el hallazgo de un largo esfuerzo intelectual que no puede condenarse al ostracismo.
Toda medida gubernamental tiene consecuencias que no puede evitar en una sociedad cuyo funcionamiento se rige por incentivos.
No hay recetas mágicas para el desarrollo, por supuesto, pero tampoco hay modo de alcanzarlo si se ignoran los hechos más básicos de la lógica económica y la prudencia objetiva.
El autor es estudiante de Economía en la UCR.