
Hubo un tiempo, no hace ni tanto, en el que Estados Unidos promovió políticas de libre comercio y trato nacional para sus empresas que invirtieran en otros países. El libre comercio es un concepto que se explica por sí mismo. El trato nacional se refiere al requisito de que los inversores extranjeros reciban el mismo trato que los nacionales.
Tal promoción no fue amable. En el caso de los pequeños países del Sur Global, esas políticas se impusieron como condición para garantizar algún acceso a sus mercados, y para acceder a la ayuda económica y al crédito, no solo del Tesoro de Estados Unidos, sino también de las instituciones financieras internacionales como el FMI, el Banco Mundial y aquellos bancos multilaterales regionales –como el Banco Interamericano de Desarrollo– donde a Estados Unidos se le acepta un papel dominante.
Los países no tuvieron más remedio que obedecer, dado el uso generalizado de la condicionalidad cruzada, que tiene lugar cuando todas las fuentes de asistencia económica imponen las mismas condiciones y comparten información sobre su cumplimiento.
Los responsables políticos estadounidenses no relacionaron el impulso de esas estrategias con “déficits comerciales”, “excesos de capacidad instalada” o “reciprocidad”. Más bien, cualquier indicio de mercantilismo o juegos de suma-cero se consideraba obsoleto y contraproducente.
Los argumentos centrales que sustentaron la propaganda a favor del libre comercio y el trato nacional se presentaron como cuasicientíficos. Sin embargo, de manera muy selectiva. Por ejemplo, para el libre comercio se recurrió a la teoría clásica de la ventaja comparativa y a otros conceptos de Economía 101 como soporte, haciéndose caso omiso de las teorías de la economía del bienestar sobre las fallas de mercado.
Esta teorización –desarrollada por los economistas neoclásicos– demostró que si hubiera economías de escala, bienes públicos, externalidades, información asimétrica, entre otros, los mercados libres no maximizarían el bienestar de la sociedad. En esos casos, podrían ser necesarias políticas distorsionadoras de las fuerzas del mercado (políticas industriales) para evitar los resultados subóptimos que resultarían si, por la libre, las fuerzas de oferta y demanda, dirigieran la economía.
Existe abundante evidencia empírica sobre la presencia generalizada de fallas de mercado. Todas las economías exitosas han implementado políticas destinadas a contrarrestar sus efectos negativos. Por lo tanto, el pomposo proselitismo con el que Estados Unidos presionó por el libre comercio y al trato nacional para sus empresas ha discrepado de sus propias prácticas.
Pero luego vino China. A partir de 1979, al permitir un espacio más amplio para las fuerzas del mercado y la propiedad privada dentro de su modelo socialista, con un pragmatismo orientado a resultados (no importa el color del gato...), China ha logrado un éxito sin precedentes en términos de crecimiento económico, competitividad y reducción de la pobreza. Tanto es así, que Estados Unidos, para enfrentar la economía altamente competitiva y productiva de China, en lugar de eliminar cualquier rastro de interferencia en la economía, como podría haberse esperado de su grandilocuente discurso sobre las maravillas de los mercados libres, ha optado por profundizar sus políticas industriales y por levantar barreras comerciales contra las importaciones.
De ese modo, después de enarbolar el neoliberalismo como si fuese la última limonada en el desierto, Estados Unidos se ha reinventado con un modelo neomercantilista. Eso sí, al ser una economía industrial madura, no cuenta con ninguno de los sustentos conceptuales que los países subindustrializados del Sur Global podrían utilizar para justificar políticas proactivas y proteccionistas, tales como la teoría de la industria naciente o la del intercambio desigual (Prebish).
Por cierto, cuando solicitábamos una renegociación del TLC, partíamos de ese tipo de argumentos y de asimetrías que, claramente, nos ponían en desventaja. Atendiendo los intereses de Estados Unidos, se me contestó entonces que era imposible renegociarlo. Hoy, con lo de los aranceles “simétricos” unilaterales, Estados Unidos abandona el TLC o, como mínimo, plantea una renegociación sustantiva. La OMC, la institución que supuestamente arbitraría sobre violaciones al tratado, ni se asoma y desde aquí nadie se lo pide. ¡Para discernir fábulas y verdades, nada como el tiempo!
Pero volviendo a las negociaciones entre los dos gigantes, mientras China intenta una reducción de los aranceles neomercantilistas, Estados Unidos ha puesto sobre la mesa temas que van mucho más allá del comercio. La inversión extranjera es uno de ellos.
A pesar del concepto de trato nacional promovido fervientemente por los Estados Unidos (y las economías occidentales), la administración Trump está tratando a cualquier empresa china exitosa como una amenaza para la seguridad nacional. Huawei y TikTok son dos ejemplos de ello. Por otro lado, el lavado de dinero y el comercio ilícito de fentanilo también están entretejidos en las negociaciones.
Estos asuntos, no propios de negociaciones comerciales, podrían ser solo cortinas de humo para poder enfrentar con proteccionismo la elevada competitividad de la economía china.
El lavado de dinero y el fentanilo ilícito pertenecen al crimen. Al insertarlos en las negociaciones comerciales, el camino hacia los resultados se vuelve aún más complejo. Si tales actividades son realizadas por particulares, el tema no debe ser abordado por los negociadores comerciales, sino por los organismos de lucha contra el crimen de los dos países.
Por otro lado, si las autoridades chinas alientan o están siendo permisivas con tales crímenes –tal y como el gobierno de Estados Unidos lo afirma con frecuencia– entonces ya es hora de que Xi Jinping cambie drásticamente de rumbo. China tendría que ser calificada como un país paria si, por razones económicas o como una herramienta para dañar a la sociedad estadounidense, desempeñara algún papel en ese tipo de negocios viles. ¿O podría ser que al menos algunos líderes chinos busquen vengar la historia, recordando que, a mediados del siglo XIX, algunas potencias coloniales occidentales forzaron a China por medio de la guerra a abrir su mercado precisamente a las drogas; en ese caso, el opio? Si bien esa horrible razón es muy poco probable, el mero hecho de que se saque a colación debería inducir a los líderes chinos a ser extremadamente transparentes en su respuesta a los alegatos de Estados Unidos y muy agresivos en la lucha contra esos crímenes.
Limpiar las negociaciones de estos asuntos permitiría al mundo comprender que la introducción de temas no comerciales es solo una excusa para imponer aranceles a las importaciones frente a una China altamente competitiva. Entonces, incluso si Estados Unidos mantiene su proteccionismo, al menos China habría ganado el argumento moral ante el mundo. No es un premio desechable en esta era de mentiras y noticias falsas, no pocas emanadas de la Casa Blanca.
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Ottón Solís es economista.