
Hace unos días leí a un periodista quejarse en otro medio por lo problemático que resulta el hecho de que, según lamentaba, la crisis sin precedentes de violencia homicida que desde el 2022 afronta el país esté monopolizada –decía– por dos posturas irreconciliables: el punitivismo y el abolicionismo; esto es, por quienes quieren que nos convirtamos en El Salvador y quienes creen que podemos ser Noruega.
Antes que nada, convendría aclarar que el punitivismo, como cualquier expresión de los populismos, si es antítesis de algo no lo es de eso que ahora se llama con desprecio garantismo o abolicionismo. Los populismos, como los que encarnan Trump, Milei o Bukele, –todos– de lo que reniegan es de la democracia liberal, de los controles y de la división de poderes. Por eso se revuelven contra cualquiera que ponga en cuestionamiento la infabilidad del líder supremo y los seduce el uso indiscriminado de la fuerza y el derecho penal.
Los medios no deberían colocarse en una posición equidistante porque, con ello, muchas veces lo que hacen, en definitiva, es blanquear los excesos, los autoritarismos y las mentiras. El punitivismo –como cualquier populismo– es también antiintelectualista. Rechaza la ciencia, el conocimiento técnico y los datos, e intenta, con un simplismo brutal, hacerle creer a la gente que problemas muy complejos pueden resolverse con medidas cortoplacistas y de fácil ejecución; que si no se han hecho antes es por la incompetencia, la desidia o la corrupción de los que tomaron decisiones en el pasado.
Por tanto, parece poco razonable que en estos temas se quiera colocar como dos caras de la misma moneda a aquellos que, desde la investigación y el rigor académicos, ofrecen explicaciones ancladas en datos y conocimiento técnico sobre por qué las políticas represivas son inútiles y hasta contraproducentes para prevenir la violencia, con quienes, desde la demagogia y las pulsiones más primitivas, presentan un panorama tergiversado y manipulado de las cosas. Algo así no es balance informativo, es complicidad.
De hecho, incluso más importante sería que a los populismos se les confronte para desnudarlos en lo que son: humo. Es lo que ha hecho La Nación con el tema de la megacárcel y el furor penitenciario que en cuestión de unas semanas se apoderó del gobierno. A estas alturas, pocas dudas caben de que lo del Poder Ejecutivo es una tomadura de pelo, en toda regla, y hay que decirlo como es. Quizá aquellos que de buena fe se dedican a estudiar estos fenómenos plantean sus críticas pensando que se trata de una discusión sincera sobre distintas cosmovisiones. No lo es, y los medios deberían evidenciarlo.
El proyecto del Ejecutivo no se va a hacer –dejando a un lado toda objeción de fondo– porque una construcción de esa naturaleza requeriría años, plata, planillas, permisos, planos, etc. Pero el proyecto del Ejecutivo es popular y por eso lo propone, porque sabe que llega a la línea de flotación de una de las más genuinas preocupaciones de la gente: la violencia, de cuya solución el Ejecutivo es, por cierto, el principal responsable. Ha sido penoso, según se han sucedido los días, escuchar a funcionarios de la cartera de Justicia –enredados cada vez que un periodista escarba en las posibilidades de la megacárcel– siendo incapaces de dar respuestas mínimamente creíbles.
Todo ha sido una puesta en escena: el anuncio del penal, cargos políticos paseándose –con micrófonos inalámbricos y cámaras– por La Reforma, los desfiles con las policías, etcétera. Así, el Ejecutivo consigue que el tema sea megacárcel sí o megacárcel no, cuando lo razonable sería empezar por poner el foco en la inviabilidad material de la iniciativa.
Esto es lo grave, y allí es donde es tan necesaria una prensa acuciosa. Mientras algunos con candidez insisten –en la lógica polarizante que nos consume– en que el debate es punitivismo o abolicionismo –lo cual es falso, porque la endemoniada complejidad de factores de esta crisis va muchísimo más allá de cuánta represión hace falta—, se dejan pasar las mentiras y los ataques a las instituciones. Por ejemplo, en su huida hacia adelante, el Ejecutivo ya amenazó con exhibir a los jueces que eventualmente revoquen algunas de las restricciones impuestas a las familias de las personas privadas de libertad.
El guion es bastante predecible: ofrecer algo irrealizable para culpar luego a todos los órganos del Estado. Así, el responsable directo, con competencias constitucionales y legales, de diseñar una política de seguridad se escaquea, sin tener más cuentas que rendir.
Ya sabemos –como nos recordaban aquí también– que el poder necesita escuchar que todo va bien. Una ciudadanía de alta intensidad, en cambio, necesita que le digan qué se está haciendo mal, más todavía cuando se hace tan deliberadamente.
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Marco Feoli es profesor Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional (UNA).
