Hace unos años, me encontré en una feria de libros usados, en el centro de Heredia, un ejemplar de El curioso caso de Benjamin Button, de F. Scott Fitzgerald (sí, el libro que inspiró la película).
La ficción comienza con un nacimiento, en Baltimore, que provoca la ira del médico que lo atendió y el repudio del hospital.
Básicamente, lo que nació fue un anciano, y si bien el padre primero se mostraba incrédulo, acogió a su hijo y lo trató como tal, con algunas concesiones. Button iba en el sentido contrario de nuestras vidas: se hacía cada vez más joven, mientras veía a los demás envejecer. Y, en sus últimos años, jugaba como un niño de diez años con su nieto, hasta que finalmente desaparece en una cuna.
No quiero perderlo mucho, estimado lector; cito el texto de Benjamin Button porque todos aquellos que nos hacemos acompañar de nuestros queridos perros sentimos algo similar tarde o temprano.
En muchos casos, los adoptamos pequeños, cuando son una bola de energía incontrolable, una fortuna de curiosidad, y disfrutamos viendo cómo conocen cada cosa nueva y cómo aprenden a distinguir palabras.
Muerden lo que sea: camas, cables, artefactos... Además, tienen una sabiduría genética. Aun sin convivir con otros perros, saben, por ejemplo, que en ocasiones deben comer zacate sin que nadie se los enseñe.
Luego, viene una etapa de encariñamiento, en la que, poco a poco, se va formando un lazo muy fuerte entre ambas criaturas: humano y perro. Las rutinas se consolidan, y no por nada esta amistad ha quedado plasmada en libros, pinturas, películas y un sinfín de videos, como parte de la historia de la humanidad.
El punto es que, mientras apenas acaba de pasar una moderada fracción de nuestras vidas humanas, digamos que un 10% o 15%, ellos han consumido un 60% o 70%.
En cuestión de 10 años, pasaron de ser esos terremotos a ser adultos, y empezamos a notar sus canitas, y comienza a costarles subir a donde antes trepaban con una agilidad olímpica. Nos corresponde entonces acompañarlos, como ellos nos acompañaron.
Nadie quiere vivir ese momento, pero llegará. Como escribió una vez un amigo, el momento por el que se guarda un gran rencor a la vida.
En suma, lo más doloroso de tener un perro es tener que seguir nuestro camino sin ellos.
eoviedo@nacion.com
Esteban Oviedo es jefe de Redacción de La Nación.

