Para entender las razones que llevaron a bautizar Bellavista a la finca donde se alza ahora el cuartel transformado en museo basta una acción: asomarse a la ciudad desde el patio o desde el balcón principal.
Más allá de la capital que antes fue aldea se alzan, siempre cambiantes por la luz y la época del año, los cerros por los que trepan cada verano los manchones naranja del poró extranjero. Siempre es bella, y buena, la visión que ofrece la antigua fortaleza.
Visito el Museo Nacional con frecuencia desde octubre del 2022, año en que perdí el trabajo y decidí que no buscaría otro inmediatamente y me automediqué: bebí a sorbos un descanso de varios meses. Durante los días libres, que a los desempleados les sobran, supe que el domingo final de cada mes el patio del Bellavista se convierte en sala de conciertos. El domingo correspondiente, a las diez de la mañana, iba en camino.
Probablemente, no hay otro museo en el mundo al que se ingrese por un mariposario. Quienes suben la rampa lo hacen entre aleteos rítmicos y pedazos de piña remadura colocada en comederos; son manjares para insectos que poco antes eran todavía orugas.
En algunas ocasiones, los visitantes deciden continuar el ascenso por todo lo que queda del torreón del suroeste, derribado para matar de hambre a los gorilas deseosos de comer golpe de Estado. El cuartel nació con un atalaya en cada esquina. Hoy tiene solo dos: la del sureste y la del norte. Los manotazos del tiempo modifican lo que tocan.

Aquel domingo de octubre accedí al patio cuando los músicos afinaban y me sorprendió ver que aunque todavía era invierno ya habían florecido las pascuitas, que acostumbran hacerlo cuando la temporada seca está por tomar el lugar de la lluviosa.
Las pascuitas en flor, y su perfume, producen siempre el mismo efecto en mi memoria: reviven las últimas semanas de los cursos lectivos colegiales. En el Liceo de Alajuelita las había y su floración estaba invariablemente asociada a la proximidad de las vacaciones, al cambio de los libros por la libertad del ocio. Empujado por el resorte del recuerdo, me acerqué a las pascuitas del Museo y me llené los pulmones con su aire. Durante unos segundos fui otra vez el estudiante que décadas atrás entró por primera vez al cuartel, más por obligación que por gusto.
En algún momento de 1989, la nota de un diario despertó en mí el interés por el edificio. Una imagen mostraba su fachada al descubierto; antes, como saben, se ingresaba por el este y muchos jamás habíamos visto la cara del oeste. Para construir la plaza de la Democracia habían demolido construcciones y la imagen del diario mostraba, majestuosa, la nueva apariencia del Museo. Llegó luego el amarillo que tanto le favorece y que durante algunos minutos de algunas tardes lo baña con una riquísima luz de oro.
Aquella mañana de octubre, cuando finalizó el concierto de la banda, me hice la promesa de volver cuantas veces pudiera y he cumplido. El Museo guarda de los muros hacia adentro experiencias que hacen bien. No fue siempre así, como nos lo recuerda una fotografía incluida en una exhibición que hay en los calabozos. La tomaron el 2 o el 3 de abril de 1949, cuando había sido aplastado el Cardonazo, el levantamiento que pretendía quitar a Figueres del poder. Un joven yace en el suelo, sobre una manta que varios hombres sostienen de los extremos para facilitar el trabajo del fotógrafo.
El Cardonazo se saldó con nueve muertos y decenas de heridos. Nunca más, desde entonces, los militares trataron de mandar. Varió mucho nuestra realidad después de aquel mazazo contra una almena previamente debilitada cerca de la cual se enredaba una bandera tricolor. En Costa Rica, el antiguo cuartel es también un monumento al sabio cuya frase aún oímos: nadie entra dos veces en el mismo Bellavista (o algo así).
Cambia siempre el sitio al que entra, cambiado, el visitante. Las manos del tiempo modifican lo que tocan.
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Ovidio Muñoz Corrales es periodista.