
Hace 19 años, en noviembre del 2006, escribí mi primer artículo en prensa nacional. Fue en La República y lo titulé “Pusilanimidad y democracia”. Dos décadas después, mientras vemos cómo en todo el mundo las democracias mueren carcomidas desde adentro por individuos que pisotean como antiguallas hipócritas las formas republicanas de trato en la esfera pública y niegan a sus adversarios políticos su legítimo rol de representantes de sensibilidades distintas; mientras vemos cómo esos individuos, cuando gobiernan, ya no encarcelan presos políticos ni cierran medios de comunicación, pero los amedrentan, cooptan, desprestigian o asfixian económicamente para controlar las narrativas y blindarse del impacto de la facticidad..., me reafirmo en lo letal que es la pequeñez de espíritu para el sistema político que más demanda del ser humano: la democracia.
La democracia es la más elevada conquista cultural de nuestra especie, la que nos permite a los diferentes respetarnos como iguales, y convivir en paz y libertad conservando nuestra dignidad intacta. Por eso, así como hay que ser muy ignorante para creer que semejante cima es un fruto natural de la evolución humana, hay que serlo para pensar que se trata de algo irreversible, que podremos preservar sin un enorme esfuerzo. ¡De ninguna manera! La democracia está amenazada siempre. Lo está por ese impulso cainita que desde el rencor ambiciona el sometimiento y la dominación de los semejantes bajo el imperio de una voluntad que se asume superior. Y ese impulso debe enfrentarse con valor. ¡A la fiera hay que amarrarla!
La democracia, más que sobre leyes e instituciones, se sostiene sobre ciudadanos, individuos con una autopercepción y actitud radicalmente distinta a la de los lacayos y los súbditos. La democracia exige de sus ciudadanos valentía. La valentía de ser libres, de celebrar nuestra diversidad y de asumir el riesgo de reconocerles igual libertad a los otros. La valentía de atreverse a pensar por sí mismos y no ser masas o rebaños de ningún caudillo. La valentía de renunciar a sentirse víctimas al cálido abrigo de un salvador y hacerse responsables de la propia vida. La valentía de expresar lo que se piensa sin pasarlo por el tamiz de la aprobación popular. La valentía de no tolerar que poder alguno se erija por encima de la ley.
Esa es la razón, precisamente, por la que estoy convencido de que pocas cosas necrosan de forma más rápida el tejido de una sociedad democrática que la cobardía. Sobre todo cuando se le disfraza de idiosincrasia pacífica o, como suele hacerse con los vicios, de virtud, y se la llama prudencia. Si bien esa operación discursiva permite a los cobardes serlo con buena conciencia e incluso ganar respetabilidad social por ello, las consecuencias sistémicas son nefastas: allí donde se impone el cálculo medroso y el silencio precavido, impera la injusticia y el abuso de poder. Por eso cantaba Horacio Guarany: “Que no calle el cantor, porque el silencio / cobarde apaña la maldad que oprime / No saben los cantores de agachadas / No callarán jamás de frente al crimen”.
No callar es hoy más importante que nunca. Asistimos, nuevamente, a la rebelión de las masas diseccionada por Ortega y Gasset. Un ramplón envilecimiento del debate público en el que, como decía Yeats, “los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores están llenos de apasionada intensidad”, y en cuyo fragor se aplebeyan las repúblicas para abrirles paso a césares que compensan su inanidad retórica con hordas digitales que repiten ad nauseam las pocas tonterías que el líder, en su pobreza léxica, logra decir. La finalidad de la operación, aparte de sembrar la orwelliana neolengua en las mentes de las personas, es acallar a quienes aún no se han diluido en el coro. Intimidación frente a la cual, ya lo sabían los griegos, si se la quiere resistir, es fundamental la virtud de la parresía, el coraje de decirle la verdad, toda la verdad, al poder, como lo hizo Tiresias ante Creonte, quien, cómo no, en vez de refutarlo, lo acusó de corrupto.
Por encima de la burla, la denigración y el vituperio, su principal “argumento” es la amenaza. El miedo es la argamasa de las tiranías, de quienes, no pudiendo vencer con el poder de la razón, esgrimen para imponerse la razón del poder. Por eso disfrutan advirtiéndole a uno que pueden aplastarlo y en eso, quizá solo en eso, no mienten. El doxing, la alteración de imágenes, los insultos personales y a familiares, las amenazas de agresión física, las exigencias de destitución, las advertencias contra eventuales nombramientos futuros y las campañas de etiquetado a la Embajada de Estados Unidos para que se me retire la visa, son parte del sólido elenco “argumental” esgrimido por quienes se han empeñado en callarme.
De todos, confieso que el último “argumento” es el que más me puede. No por mí, por mi hija y su fascinación por la Haunted Mansion en Magic Kingdom. Parecerá una frivolidad, pero fue pensando en eso que recordé que, a la salida de esa atracción, está la tienda Memento Mori, y esa sí que es una gran lección. Recordar que indefectiblemente vamos a morir es un estupendo aliciente para negarse a pasar por la vida siendo un pendejo; un incentivo, para mí muy racional, para querer llenar de sentido la propia vida y no tener que avergonzarse de ella por haberla desperdiciado reptando calladito para trepar desapercibidamente en un ascenso hacia ninguna parte.
Diría, en palabras de Rubén Blades, que “si yo he vivido parao / ay, que me entierren parao / ¡Si pagué el precio que paga / el que no vive arrodillao!”, pero no creo que ese sea el país donde debamos resignarnos a vivir. No fue el que heredamos de nuestros abuelos y abuelas, y me niego a dejarle algo así a mi hija. No puede ser que ya aquí la gente –varios casos que conozco– esté teniendo que pagar un costo tan alto por algo tan elemental como decir la verdad o cumplir su deber con dignidad. ¡Cómo nos permitimos llegar a este punto! Empieza a crearse en el país un sombrío “exilio interior” de personas que, permaneciendo en territorio nacional, están optando por el silencio y la desconexión. A ellas las llamo a la valentía, claro, pero mi deseo para Costa Rica no es que sea una tierra de valerosos mártires, sino el de Sabina para la noche de bodas: que de nuevo “las verdades no tengan complejos, ser valiente no salga tan caro, y ser cobarde no valga la pena”.
Sí, les tengo miedo, lo reconozco, pero le temo todavía más a traicionarme a mí mismo, a ese fondo insobornable de la conciencia frente al cual, salvo en casos patológicos de autoengaño, los miserables, por más validación externa que reciban, saben que lo son. “Entre las cosas hay una, de la que no se arrepiente nadie en la tierra. Esa cosa es haber sido valiente”, dice Borges en la Milonga de Jacinto Chiclana. No sé si sea cierto. Veremos.
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Gustavo Román Jacobo es abogado.