Lo voy a decir directamente: nos quejamos del lamentable estado de nuestra clase política, de su populismo, corrupción, oportunismo o transfugismo, pero ustedes y yo tenemos responsabilidad en ello.
Dicha clase está compuesta por las personas que tienen interés en ocupar algún cargo, pero somos nosotros quienes votamos por ellas. Quiere decir que tanto se debe analizar y criticar a las primeras como a los segundos.
Entonces, hablemos de usted y de mí. ¿Quiénes y cómo somos? ¿Qué hacemos y qué decimos sobre el asunto? ¿Cuál es nuestro papel, por acción u omisión, en el descalabro de nuestra política partidaria?
Permítanme que haga aquí otro repaso clasificatorio —como el de mi columna pasada—, pero de este otro lado de la calle, por donde ustedes y yo circulamos, sobre cómo somos las personas que votamos.
Expertas en todo. Aquí incluyo a quienes no se esfuerzan por leer y estudiar la realidad, ni en diversas ni en complejas fuentes, pero se pasan opinando en cada rincón que consiguen, como si tuvieran un doctorado en Ciencias Políticas: en los grupos de WhatsApp, en Facebook, TikTok o Twitter, en los propios y ajenos, incluidos los sitos de los medios de comunicación.
Cuando opinan, lo hacen con prepotencia y tirando grandes sentencias, parecidas a la famosa «Eppur si muove!» (¡Y sin embargo se mueve!), atribuida al científico italiano Galileo Galilei, como desafío ante el tribunal de la Santa Inquisición.
«Ese fue el mandato que dieron desde fuera del país Bill Gates y compañía», asegura un experto en espionaje al pie de una noticia sobre vacunación, publicada en una red social de la Caja Costarricense de Seguro Social. «No hay por quién votar», nos espetan por doquier.
Con frecuencia este sector y el que transpira odio —del que hablaré enseguida— son lo mismo.
Odiadoras («haters»). Acá pongo a quienes usan, sí o sí, la falacia «ad hominem», que consiste en irse al cuerpo para atacar, en lugar de esgrimir ideas. En esta especie encontramos, cuando menos, dos subespecies: quienes apelan a sus sentimientos para pretender que lo que dicen es verdad y quienes los esconden.
Por ejemplo, afirmar que aquella persona contra la que dirigen su amargura no tiene conocimiento sobre el tema o no es quien dice y aparenta ser: «Pedigrí intelectualoide», dijo de mi mente y cualidades científicas un culto lector, en una de mis columnas.
«Cortina de humo para que los costarricenses dejen de prestar atención a otras cosas más graves», escribió alguien al pie de la nota que daba cuenta de que el presidente de la República, Carlos Alvarado Quesada, renuncia oficialmente a su pensión de expresidente.
Igual que en la primera categoría, en esta encontramos a los incapaces de ver algo bueno en nadie. Es, por así decirlo, gente que vive pulseando lo mortífero.
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Indiferentes. En este equipo hay de todo menos verdadera indiferencia, pues, si profundizamos en sus posturas y palabras, en el fondo hallaremos mucho enojo, resentimiento, miedo, tristeza, desesperación, es decir, su desencanto sí tiene encanto, disimulado en emociones bien reprimidas y vestidas. «A mí la política no me interesa», manifiestan, lacónicamente, según se lee con frecuencia en las redes sociales.
Incondicionales. Encontramos en esta categoría a quienes son de tal partido por «sangre» o tradición, quienes, en general, tienen el reto de esforzarse por mantener una actitud vigilante y crítica para no dejarse llevar por la lealtad incondicional.
Informadas. ¡Ojalá esta categoría no sea muy pequeña! Abarca a quienes leen noticias, programas de gobierno, reportajes y estudios de diversas fuentes, y no solo de aquellas que reflejan su pensamiento; son personas con la disciplina suficiente para reflexionar sobre la veracidad de lo que leen y ven; con capacidad de pensar y actuar a partir de información científica. Quienes están en esta lista, por lo general, tienden a abrir la boca un poco menos rápidamente que otra gente, porque se toman más en serio las palabras, cuyo poder conocen.
Me parece que no exagero al decir que la gente de los tres primeros grupos le ocasionan un gran daño a la democracia, tanto como quienes están, o quieren estar, en los cargos políticos sin más vocación que la angurria.
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Sí, por último, estamos hablando de lo que han planteado Martha C. Nussbaum, Giovanni Sartori, Victoria Camps y Manuel Castells: que las emociones tienen un enorme peso en las elecciones.
Entonces, pensemos bien qué tipo de voto haremos y —a pesar de la pasión que inevitablemente nos provoca— cuál lugar tendrá la razón en ello, para que, así como Marcel Proust con la intensísima impresión que le causó el olor de una magdalena pudo escribir una de las obras más extraordinarias, nosotros sepamos, en una dimensión más terrenal, hacer algo con la desazón que nos está produciendo en estos días tanta gente con tanto interés de aparecer en una papeleta.
La autora es catedrática de la UCR.