En muchos sentidos, la política es un arte escénico. Pongámoslo así: es el teatro del poder, con música y danza incluidas. Todo acto político tiene, como trasfondo, una coreografía: se ejecuta en un escenario específico que es, en sí mismo, una comunicación simbólica; posee una secuencia de movimientos y, por supuesto, declaraciones orientadas a persuadir —o disuadir— al público.
De ahí que la política, como práctica y oficio, sea un arte. Y no me refiero al tópico del “arte de lo posible”, que alude a los resultados de la acción política. Hablo del performance que todo político necesita hacer para crear su personaje público.
Algunos procuran encarnar el arquetipo del “líder fuerte” —el macho o la hembra alfa—; otros juegan al “personaje popular”, ese que la gente de a pie siente como uno de los suyos; aquel que prefiere vestir el ropaje del “líder iconoclasta”, que siempre llevará la contraria con tal de figurar en la opinión pública; y el de allá, al “más vivo de la clase”.
La clave de todo esto es la disciplina. En todo lance, el político debe aprovechar la oportunidad para encarnar su personaje, de manera cuidadosamente escriturada y ensayada, pues en estos avatares la inconsistencia se paga cara, ya que instala la duda en la ciudadanía: ¿Será que no es verdad lo que ve y oye?
Y, una vez terminada su actuación, al político le tiene sin cuidado lo que los demás digan; lo que le importa es si actuó bien su parte y si logró los fines que perseguía. Puede insultar, provocar, llorar, arrepentirse, reflexionar o lo que sea, siempre que la partitura lo demande.
Los adversarios, por su parte, entienden que rara vez hay algo personal en el performance, sino un puro ejercicio profesional, aunque, claro está, de repente ni el más profesional de los políticos puede evitar los sentimientos. Sin embargo, sectores de la ciudadanía, ajenos a estos tejemanejes, “conectan” visceralmente con el personaje público, al cual defienden hasta en lo indefendible.
Desde la perspectiva del político, ese es el nombre del juego: crear seguidores incondicionales, de forma no tan distinta de cómo las bandas de rock crean los suyos.
Y ese es el secreto de estudiar a las personas que ofician de políticos: entender al personaje público que encarnan. Eso los hace predecibles, cierto, pero también eficaces y hasta temibles. Aquí o en la Cochinchina.
vargascullell@icloud.com
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.
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