La extinción de dominio entró a la corriente legislativa como un medio para privar al narcotráfico y al crimen organizado de sus ganancias espurias y, de camino, se transformó en una pena accesoria para todo delito grave. Es como añadir a las sanciones previstas por el Código Penal la coletilla “y también perderá la propiedad de sus bienes”.
Nadie simpatiza con los autores de delitos graves y es fácil caer en la trampa de aplaudir toda sanción en su contra, pero ese no es el comportamiento del Estado de derecho. En caso contrario, podríamos abandonar todo sentido de proporción y simplemente proclamar “¡Se lo merece!”.
Como remedio extraordinario para actividades delictivas igualmente salidas de lo común, la extinción de dominio es perfectamente aceptable, pero no como respuesta represiva para cualquier delito, sobre todo, si se consideran las particularidades del procedimiento establecido por el proyecto bajo examen.
La inversión de la carga de la prueba, es decir, la obligación del acusado de demostrar el origen lícito de sus bienes o la falta de participación de esos bienes en la comisión de un delito, entraña infinitas posibilidades de abuso si la ley no delimita estrechamente las hipótesis de aplicación del procedimiento.
En los Estados Unidos, semejantes abusos suscitan la oposición de organizaciones de defensa de los derechos civiles, dados los efectos desproporcionados sobre grupos minoritarios y pobres. En demasiados casos, los afectados no son grandes traficantes ni padrinos del crimen organizado. Sin embargo, la incautación de bienes de valor relativamente escaso tiene consecuencias devastadoras para ellos y sus familias.
La prestigiosa American Civil Liberties Union (ACLU), defensora de las minorías y los desposeídos, examina el mecanismo con una advertencia no intencionada para Costa Rica: “La extinción de dominio fue originalmente planteada como medio para afectar emprendimientos criminales a gran escala, privándolos de sus recursos, pero, hoy, apoyados por normas estatales y federales profundamente defectuosas, muchos departamentos de Policía la aplican para beneficiarse… más que para combatir el delito”.
No importa cuál sea la motivación del abuso —y aunque se trate de un exceso de celo bajo impulso de buenas intenciones— los peligros son suficientes para retomar los propósitos iniciales, siempre con las garantías mínimas razonables en un país comprometido con el debido proceso.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.