
Las noticias relacionadas con las denuncias por violencia sexual contra Randall Zúñiga, director del Organismo de Investigación Judicial (OIJ), evidencian la persistencia de la violencia contra las mujeres y su carácter estructural e histórico, así como la existencia de un Estado y una sociedad atravesados por la impunidad, que sostienen la desigualdad y exclusión de las mujeres.
En el momento en que esta situación salió a la luz, la reacción pública fue inmediata. Todo el mundo tuvo algo que decir, con argumentos que varían entre quienes creen que las denuncias eran un ardid político del gobierno y quienes consideran que se trata de un intento por debilitar el Poder Judicial. En medio de esa confrontación quedaron atrapadas las denunciantes y, con ellas, las mujeres en general.
Este caso permitió politizar las denuncias y utilizarlas para deslegitimar al Poder Judicial y al OIJ. Esto forma parte de la estrategia del Poder Ejecutivo de confrontación con las instituciones de control.
El Poder Legislativo y el Judicial han sido presentados, en el discurso presidencial, como obstáculos a la voluntad del Ejecutivo, azuzando odios populares mediante campañas de desinformación, atacando el equilibrio democrático y la independencia judicial.
Recordemos, además, el fundamento del principio de división de poderes (artículos 9 y 10 de la Constitución Política), por lo que cuando el Poder Ejecutivo se arroga la potestad de juzgar a funcionarios judiciales o de incidir públicamente en procesos en curso, rompe la línea que separa la rendición de cuentas legítima de la injerencia política.
En este contexto, las denuncias contra Zúñiga se han convertido en una oportunidad perfecta para el presidente, ya que, como supuesto defensor de las víctimas, aprovecha para reforzar su narrativa de descrédito hacia el sistema judicial.
Esa instrumentalización política de la violencia sexual desplaza el eje desde los derechos de las mujeres hacia la disputa por el poder, en manos –en su mayoría– de hombres, y se aleja del acceso a la justicia y de las garantías de no repetición.
La misma presidenta ejecutiva del Instituto Nacional de las Mujeres (Inamu), Yerlin Méndez Céspedes, quien había permanecido en silencio ante las denuncias públicas por violencia sexual en contra de otros jerarcas de alto nivel como Mauricio Batalla, ministro de Obras Públicas y Transportes; Arnold Zamora, ministro de Comunicación; Fabricio Alvarado, diputado de Nueva República, o incluso el propio Rodrigo Chaves, sancionado por el Banco Mundial, se pronunció con inusual vehemencia.
La actuación estatal no puede ser selectiva. El Inamu, como ente rector en materia de violencia basada en género –incluida la sexual–, no debe actuar según conveniencias políticas.
La diferencia de trato entre los casos de femicidio y de violencia sexual resulta reprochable. Un Estado que no protege, investiga ni sanciona con diligencia, es un Estado agresor.
Costa Rica tiene la obligación de actuar con debida diligencia reforzada para prevenir, investigar y sancionar la violencia basada en género por las obligaciones derivadas de la Convención Cedaw y de la Convención de Belém do Pará. La Recomendación General N.º 35 del Comité Cedaw incluso establece que la violencia contra las mujeres nunca puede considerarse un hecho privado y que los Estados son responsables de las omisiones o respuestas inadecuadas de sus autoridades. También la Corte IDH ha insistido en que toda investigación de violencia de género debe ser imparcial y libre de estereotipos.
Cuando quien dirige el órgano encargado de investigar delitos de violencia sexual es denunciado por este mismo tipo de delitos, emerge un riesgo evidente de parcialidad, prejuicios y sesgos.
En ese sentido, la solicitud de renuncia y separación del cargo no viola la presunción de inocencia y la garantía del debido proceso, ya que estas no pueden implicar renunciar al deber de proteger a las posibles víctimas y garantizar investigaciones imparciales. No es una sanción anticipada, sino una medida preventiva para cumplir con la responsabilidad estatal de proteger a las posibles víctimas, que no son pocas, y garantizar la confianza en la justicia.
En ese marco de polarización, no puede haber discusión posible sobre la magnitud y la dimensión de género en la violencia sexual. Según el Observatorio de Violencia de Género contra las Mujeres y Acceso a la Justicia del Poder Judicial (2024), 9.208 personas fueron imputadas por delitos sexuales, de las cuales 8.412 eran hombres (91%) y 796, mujeres (9%).
Las personas ofendidas sumaron 17.943 –15.562 mujeres (87%) y 2.381 hombres (13%)–. Los delitos más frecuentes son el abuso sexual contra “personas menores e incapaces” (víctimas: 84% mujeres), la violación (víctimas: 86% mujeres) y el abuso sexual contra personas mayores de edad (víctimas: 87% mujeres).
Esta enorme desproporción en las estadísticas evidencia un patrón de dominación y un sistema de impunidad. Pese a ello, el Estado costarricense continúa respondiendo con lentitud. Mientras algunos casos son tratados con indignación mediática, otros se minimizan o se omiten.
Esa selectividad en la respuesta estatal constituye, en sí misma, una forma de violencia institucional.
Por otro lado, hay una doble revictimización, porque las denunciantes son cuestionadas por atreverse a denunciar y son utilizadas por intereses políticos que nada tienen que ver con su búsqueda de justicia.
Para los sectores que apoyan al gobierno, las denuncias son maniobras de la oposición, y para los sectores opositores, montajes del oficialismo. En ambos casos, las víctimas pierden su condición de sujetas de derechos. Este uso político de las denuncias reproduce la desigualdad estructural y profundiza la desconfianza en la justicia.
Las mujeres denunciantes son colocadas, como siempre, en una posición de vulnerabilidad. A las víctimas de violencia sexual nunca se les cree del todo. Las narrativas sociales repiten preguntas y sospechas: “¿por qué no lo dijo antes?”, “¿por qué lo dice ahora?”, “¿qué gana con esto?”. Esta desconfianza institucional y cultural es también violencia.
Dos cosas pueden ser ciertas al mismo tiempo. Las denuncias pueden ser reales y merecer la debida investigación, y, al mismo tiempo, ser utilizadas políticamente para debilitar la división de poderes y atacar la independencia judicial. Es decir, que las denuncias sean utilizadas políticamente no implica que sean falsas ni menos graves.
Por eso, el caso Zúñiga es paradigmático, porque pone a prueba la coherencia del sistema de justicia, ya que el denunciado es quien dirige el órgano que investiga los delitos. Este conflicto de intereses afecta de manera directa la percepción de imparcialidad y puede reforzar la desconfianza de las víctimas a la hora de interponer denuncias. Luego, y sin duda, esas mismas víctimas serán cuestionadas por no hacerlo.
El resultado de esta situación es un debilitamiento de la confianza, particularmente de las víctimas de violencia basada en género, en un sistema de justicia que ya de por sí enfrenta múltiples deficiencias que no se pueden negar, al mismo tiempo que socava la democracia y el Estado de derecho.
No importa cuál sea el resultado del proceso judicial contra Randall Zúñiga: el daño ya está hecho. El cuestionamiento a las mujeres que denuncian violencia sexual ya está instalado en el debate público.
Ya sea que la opinión pública se declare a favor o en contra de los hombres en posiciones de poder, como el presidente o el director del OIJ, las mujeres salimos perdiendo.
Las denuncias se desplazaron del terreno de la búsqueda de justicia y reparación, al de la conveniencia política, y todas las mujeres, una vez más, terminamos como daño colateral de la disputa por el poder.
El dolor de las mujeres no puede seguir siendo moneda de cambio.
larissa.arroyo.navarrete@una.cr
Larissa Arroyo Navarrete es abogada especialista en Derechos Humanos y Género, y académica del IEM-UNA.