
Hay una pregunta que siempre nos desafía, y es la de si existe una identidad latinoamericana compartida. La realidad geográfica parecería negarlo si imaginamos, por ejemplo, un viaje entre la Centroamérica donde yo nací, y las tierras australes, una distancia de miles de kilómetros equivalente a la travesía del Atlántico hasta Madrid.
Siempre nos ha unido la imaginación, y cuando los hechos son reales, parecen fruto de la imaginación. El ejército de los Andes del general San Martín cruza entre borrascas de nieve la cordillera para liberar a Chile en 1817, y el ejército de Bolívar cruza también los Andes desde Venezuela para liberar a la Nueva Granada en 1819. Son hechos imposibles, pero ocurrieron, y, si no, habría que haberlos imaginado.
Al escribir, imaginamos en una lengua común, y esa es otra manera de salvar distancias y borrar fronteras. Ser entendido de un país a otro, viajar en las palabras, no importan los muros, porque la lengua ya está del otro lado del río Bravo, en Estados Unidos, la otra América, que, pese a la xenofobia oficial, es también un país latinoamericano y lo será más cada día.
Puedo comparar mi identidad a los círculos concéntricos que deja una piedra al caer en el agua: en el primero de esos círculos, soy nicaragüense; en el siguiente, centroamericano; en el tercero, caribeño, y en el último, que los contiene a todos, soy latinoamericano. Mi mundo es ese, la América Latina de la que uno se apropia como un sentimiento de vida, una emoción que es a la vez una convicción.
Somos el resultado de una mezcla mágica en la que hay tres componentes básicos: uno español, otro indígena, otro africano. Para los brasileños, el portugués. Si extraemos uno de esos componentes, o lo negamos, dejamos de ser lo que somos, nos mutilamos, o nos falsificamos.
Hay otros elementos en la mezcla, por supuesto; no se explica el Río de la Plata sin lo italiano, ni el Perú sin lo asiático, como puede verse en su cocina; ni el Caribe sin sus agregados hindús, chinos, británicos u holandeses. Pero hay un hilo infaltable que nos recorre de uno a otro confín con su puntada negra, y es el hilo africano.
Sin lo africano, la música latinoamericana no existiría. Todo el universo de la salsa inventada por los puertorriqueños de Nueva York, los neoricans, y los sones cumbancheros, desde el vallenato colombiano al merengue y al perico ripiao dominicano o la guaracha cubana, en los que suenan el tambor yoruba, el bongó, el cajón, la güira o las maracas. Y el danzón del que nace luego el mambo de Pérez Prado y el chachachá de Enrique Jorrín.
Un hilo que pespuntea también el jazz de Nueva Orleans, la marinera peruana, la samba brasileña y el candombe del Río de la Plata que va a dar a la milonga y al tango argentino.
No somos extraños unos a otros. Las férreas líneas divisorias las han impuesto las ideologías desde las luchas por la independencia. Gachupines realistas contra criollos republicanos. Conservadores católicos contra liberales masones. Socialistas de puño en alto contra reaccionarios de escapulario.
El último de los círculos concéntricos se me abrió en la escuela primaria. Los libros de lectura, compuestos por diversas piezas en prosa y en verso, llegaban a Nicaragua desde Argentina. En las ilustraciones, la bandera que se izaba en el patio de una escuela era azul y blanco, solo que el azul más pálido, y en lugar del escudo con cinco volcanes de la bandera nicaragüense, tenía un sol.
Las historietas cómicas también llegaban de Argentina, entre ellas la del capitán Marvel, cuyo alterego era un niño lisiado, un canillita, que al pronunciar la palabra mágica, SHAZAM, dejaba su muleta y se transformaba en el superhéroe. Y estaba también Patoruzito, el pequeño indio tehuelche de la Patagonia, que llevaba una vincha en la cabeza y boleadoras en la cintura.
Canillita, ombú, vincha, boleadoras, pampa. Esos términos tan ajenos y lejanos pasaron desde entonces a ser parte de mi acervo cultural, en un tiempo en que las novelas vernáculas latinoamericanas traían en las páginas finales un riguroso glosario de términos, y las palabras de uso común en Latinoamérica eran barbarismos para los cánones lingüísticos en España.
Entre las grandes transformaciones provocadas por el boom en los años sesenta del siglo pasado, estuvo la eliminación de los glosarios. Ya no se necesitaba de vocabularios ni de notas de pie para explicar que los zopilotes de Juan Rulfo eran buitres carroñeros, o gallinazos, en las novelas de García Márquez, o que piolín era una cuerda, y andá rajá, lárgate, en las de Cortázar.
O esa maravilla culinaria que es el “bucán de bucanes” en El siglo de las luces de Alejo Carpentier, un término de la lengua caribeña tupí, mientras su sinónimo barbacoa viene del taíno: jabalíes asados a las brasas en un espetón y cuyos vientres abiertos se rellenan de codornices, palomas torcaces, gallinetas y otras aves recién desplumadas.
Somos también el paladar. Lengua y paladar.
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Sergio Ramírez es novelista, cuentista, ensayista, periodista, político y abogado. Recibió el Premio Carlos Fuentes en 2014 y el Premio Cervantes en 2017. Es fundador del encuentro literario Centroamérica Cuenta.