Ningún fenómeno mediático representa de manera más elocuente la confluencia de los imaginarios deportivo y sexual que la revista Sports Illustrated, publicación semanal dedicada al “deporte”, sufragánea del gigante de los medios de comunicación Time Warner. Tiene tres millones de suscriptores y es leída por unas 23 millones de personas. El 80 % son hombres: uno de cada 5 varones en los Estados Unidos adquiere con religiosa puntualidad su ejemplar semanal.
La Swimsuit Edition es su edición de trajes de baño, y ha sido publicada anualmente desde 1964. Un evento esperado por los estadounidenses, una verdadera institución nacional, por poco, un ícono identitario de la cultura norteamericana. La revista genera su propio programa de televisión, videos y el infaltable calendario. Aparecer en la edición de trajes de baños ha significado el salto a la fama de muchas modelos.
Culto a la fama. En los Estados Unidos ese “salto a la fama” equivale a la entrada al Valhala de la mitología nórdica. Ser “famoso” es ser “rico”, ser “exitoso”, ser un “winner”, quedar “set up for life”, formar parte del “jet set”, aparecer en los shows de Jay Lenno, David Letterman y Conan O´Brien, quizás también en algún sketch de Saturday Night Live.
De ahí a hacer carrera de actor en Holywood hay apenas un paso. Y una vez en la gran “fábrica de sueños”, se gana un óscar con cualquier porquería donde la verdadera capacidad actoral y el talento son factores de segundo orden.
Una buena cara, un buen trasero, un buen make-up artist, buenos efectos especiales, un buen cirujano plástico y un buen agente se encargarán de suplir los déficits histriónicos de los actores. Eso, y una pantalla de treinta pies de alto, donde la menor contracción del músculo orbicular adquirirá una intensidad que procede más de la magnificación de la imagen –mpositiva, inescapable– que del oficio o talento de la “actriz”. Añadamos a esto un catchy tune de John Williams… ¡Y listo para ser disfrutado, frío o caliente!
Fórmulas, fórmulas y más fórmulas. Una compota, un cóctel con ingredientes perfectamente bien definidos. Siempre saldrá algo pasablemente gratificante. A la receta se le puede agregar un bien planeado escandalillo sexual estratégicamente mediatizado: eso aderezará el plato y le conferirá frescura por un par de años. Siquiera, Hollywood es honesto: se refieren a “the movie industrie” o, a lo sumo, de “entertainment”: jamás hablan de arte.
La industria del espectáculo. Una industria, sí. Como podría serlo una fábrica de embutidos. Y es así como una mujer en bikini –porque Sports Illustrated, repito, tiene por público meta al homo fallicus– pasará de ser un amasijo ambulante de emplastos de silicona, colágeno, botox y prótesis diversas, a una actriz laureada que, durante sus arrestos de cáritas universal, se dedicará a nobilísimas causas de beneficencia. Y todo comienza en el espacio del deporte, en el campo de la actividad o juego reglamentado y competitivo destinado, en principio, a mejorar las condiciones físicas y psíquicas de sus participantes, dentro de un espíritu de inclusividad y fraternidad.
La swimsuit edition de Sports Illustrated es 11 años posterior a Playboy, uno anterior a Penthouse, y 10 a Hustler. No tengo nada contra la pornografía (siempre y cuando sea producida dentro de los marcos éticos que todos conocemos). Lo que me repugna es la pornografía que no se asume como tal, la que se vende como otra cosa, la que usa el deporte a manera de fachada honorable –nuevamente, la transvaloración: pasar de valores deportivos a valores sexuales– para alimentar las fantasías masturbatorias de 23 millones de cretinos que no tienen los cojones para entrar a una tienda de videos y comprar una película de Gynger Lynn. Una especie de pornografía softcore, para el buen padre de familia.
Como hubiera preconizado Mallarmé: “sugerir, más bien que mostrar”. De nuevo, no menciono estos hechos para hacer sonar en el mundo entero las sirenas del pánico moral. Constato un proceso: eso es todo. La forma en que la estrella deportiva comienza a coincidir con la beldad de almanaque, con la modelo de pasarela, con la vedette hollywoodense. La excelencia deportiva debe ir de la mano, tal parece, con la excelencia de la belleza física. Una nueva figura social: el atleta-actor porno-modelo de pasarela-ícono sexual- vedette mediática. Híbrida, peculiar criatura. Y de reciente aparición, además
Combinación peligrosa. En mi triste Costa Rica, se acostumbra contratar los servicios de “rumberas”, para generar algo de euforia previa a los partidos. Suelen ser muchachas muy jóvenes. A menudo se les asocia a la venta de cervezas. Es perverso. Ofensivo. Denigrante. Indigno. Es ideológicamente peligroso. Me refiero a la implosión fútbol-guaro-mujeres. Venderle a la gente la noción de que el fútbol se disfruta más cuando hay alcohol y mujeres de por medio.
Ese nefasto triángulo, esa tríada fatídica es nociva para todos, en particular para niños y jóvenes. Ahí mismo tienen ustedes el germen de la violencia contra las mujeres. El concepto mismo de las “rumberas” es inherentemente violento: supone una falta de lesa humanidad, la cosificación de las muchachas, su concepción como un mero suplemento, un valor agregado, un ingrediente adlátere del espectáculo futbolístico.
La mayoría de los hombres aprueba la práctica de las “rumberas”… hasta ese preciso momento en que se les formula la tremebunda pregunta: “¿Te gustaría que tu hija se dedicara a eso?” Ahí se les cae el discurso, ahí comienzan a balbucir incoherencias, ahí se fracturan psíquicamente, ahí se revela su dual, esquizofrénica naturaleza: depredadores y don juanillos de poblachón por un lado, adalides de la moral pública por el otro.
Perdón, señores, señoras, pero entre una “rumbera” y una stripper hay tan solo una diferencia de grado, no de esencia o de naturaleza. Unas enseñan más carne que las otras: eso es todo. Unas usan unas faldas brevísimas, las otras bailan encueradas alrededor de su tubo. ¿Quieren por ventura ponerles un tubo, a sus “rumberitas”? Más de uno aplaudiría.
¿Qué diantres tiene que ver la desnudez de la mujer y el consumo del alcohol –destilado o fermentado– con el fútbol, anyway? ¿De dónde procede esta arbitraria, antinatural, monstruosa trinidad? ¿No se dan ustedes cuenta de lo que acarrea la euforia o la ira futbolera, aunadas a la intoxicación etílica y la inundación hormonal producida por el cuerpo prostituido de la mujer? ¿No se percatan ustedes de la peligrosidad de este abyecto cóctel?
Los hay que se benefician inmensamente con ello, eso lo sé muy bien, y correrán a calificarme de moralista. Yo pregunto, ¿desde cuándo es esta una mala palabra? Me sorprende que las instituciones abocadas a la defensa de la dignidad de la mujer en Costa Rica no digan “chis”, ante esta inmundicia. Es un silencio cómplice y obsequioso. No mezclen cervezas, senos y patadas… el resultado suele ser deletéreo.
Cierto que los movimientos feministas liberaron a la mujer para que esta se eligiese, se empuñase a sí misma libérrimamente. Pero si por su propia voluntad la mujer persiste en seguir siendo un objeto de codicia sexual, un mero fetiche, una fantasía masturbatoria para cretinos, no habríamos avanzado mucho, en nuestra fanfarreada revolución. El reo, puesto en libertad, regresa, siguiendo sus propios pasos a su celda, que es, tal parece, el lugar del mundo en el que es menos infeliz… Un prisionero que aprende a amar su mazmorra… Trágico, desmoralizante, el culmen de la degradación.