
Durante décadas, el plástico fue celebrado como símbolo del progreso humano. Su bajo costo, versatilidad y cualidades higiénicas lo convirtieron en un aliado indispensable en la medicina, la industria, la alimentación y la respuesta a emergencias.
Gracias al plástico, hoy contamos con dispositivos médicos que salvan vidas, envases que prolongan la frescura de los alimentos y materiales que han revolucionado sectores enteros. Sin embargo, este mismo milagro de la modernidad se ha transformado en una amenaza global.
La producción de plástico se ha disparado de manera vertiginosa. En 1950, el mundo fabricaba apenas dos millones de toneladas; hoy superamos los 460 millones. Según la OCDE, los residuos plásticos se duplicaron entre 2000 y 2019, pasando de 156 a 353 millones de toneladas. De estos, apenas el 9% fue reciclado, el 19% incinerado y casi el 50% terminó en vertederos controlados. El restante 22% se eliminó en vertederos clandestinos, se quemó en fosas abiertas o, peor aún, se filtró en ecosistemas, especialmente en costas, riberas y océanos.
Solo en 2019, se filtraron al ambiente 22 millones de toneladas de materiales plásticos. Los macroplásticos —bolsas, botellas, empaques— representan el 88% de las fugas, resultado de recolección y eliminación inadecuadas. Los microplásticos -partículas de menos de 5 mm-, que proceden del desgaste de neumáticos, frenos o lavado de textiles, constituyen el 12% restante. Su presencia en ecosistemas terrestres, cuerpos de agua dulce y alimentos sugiere una exposición creciente de la biodiversidad y los seres humanos a sus riesgos.
La acumulación de plásticos en los cauces de agua significa que, incluso si redujéramos hoy la mala gestión de residuos, la contaminación seguiría llegando a los océanos durante décadas. Y cada año que pasa, la limpieza se vuelve más difícil y costosa, a medida que los plásticos se fragmentan en partículas cada vez más pequeñas e incontrolables.
Lo más preocupante no es solo la presencia de microplásticos en el ambiente, sino su ingreso comprobado en el cuerpo humano. Hoy sabemos que estos contaminantes, junto con miles de sustancias químicas asociadas, pueden infiltrarse en el agua y los alimentos, acumulándose en nuestros órganos. En Costa Rica, diversos estudios han detectado microplásticos en ecosistemas marinos y de agua dulce del Parque Nacional Isla del Coco, en peces y crustáceos comerciales del Parque Nacional Marino Las Baulas, así como en playas del Refugio Nacional de Vida Silvestre Gandoca-Manzanillo, Playa Bananito, Aeropuerto y Cieneguita, en Limón. También se han identificado en bivalvos y sardinas del Golfo de Nicoya destinadas al consumo humano.

Además, investigaciones recientes sugieren que algunas partículas plásticas son biodisponibles: pueden absorberse en el torrente sanguíneo y depositarse en órganos, con una eliminación más lenta que su absorción. Aunque los efectos a largo plazo aún se investigan, la advertencia es clara: estamos bebiendo, comiendo y respirando microplásticos.
La huella ambiental del plástico va más allá de la contaminación física. Su contribución al cambio climático es significativa: representa un 3,4% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero a lo largo de su ciclo de vida. Solo en 2019, los plásticos generaron 1.800 millones de toneladas de CO₂ equivalente, el 90% de ellas provenientes de su producción a partir de combustibles fósiles.
¿Qué estamos esperando?
Frente a esta realidad, la pregunta es inevitable: ¿qué estamos esperando? Continuar glorificando al plástico sin asumir sus costos ambientales y sociales es irresponsable.
Urge una transformación profunda:
1. Necesitamos políticas públicas que limiten la producción de plásticos de un solo uso.
2. Sistemas de gestión de residuos realmente eficientes.
3. Una transición industrial hacia materiales biodegradables.
4. Una nueva cultura ciudadana de consumo consciente.
A estos esfuerzos nacionales debe sumarse una cooperación internacional decidida. La contaminación plástica en cuerpos de agua no reconoce fronteras y amenaza bienes comunes globales como los océanos, exigiendo respuestas coordinadas a nivel mundial. Además, dado que los plásticos viajan en productos y residuos a través de cadenas de suministro globales, las políticas serán más eficaces si se diseñan en consonancia con acuerdos internacionales. Innovar, invertir y actuar en conjunto es la única vía para enfrentar este desafío.
No se trata de demonizar al plástico, sino de reconocer que lo hemos sobreutilizado y mal gestionado. La solución no está solo en reciclar más, sino en producir menos, diseñar mejor y replantear nuestras verdaderas necesidades. Porque el planeta —y nuestra salud— ya no pueden esperar.
* Lenin Corrales Chaves es analista ambiental y fue presidente del Consejo Científico de Cambio Climático de Costa Rica.