Cada 5 de junio, conmemoramos el Día Mundial del Ambiente, una fecha que busca recordarnos la urgente necesidad de actuar ante la crisis ecológica global.
Para Costa Rica, este día debería tener un significado profundo. Pese a su pequeño tamaño –apenas el 0,03% del territorio mundial–, el país alberga aproximadamente el 6% de la biodiversidad del planeta y el 11,7% de todas las especies descritas hasta la fecha. En términos proporcionales, somos uno de los territorios más biodiversos de la Tierra. Pero esta riqueza natural, lejos de estar asegurada, enfrenta serias amenazas desde nuestras propias decisiones institucionales y económicas.
Las cifras son tan fascinantes como inquietantes. Se estima que en Costa Rica existen alrededor de 800.000 especies de insectos, de las cuales apenas hemos identificado cerca de 194.000. El país reporta un total de 221.492 especies conocidas, lo que representa solo un 24% del total que se espera encontrar. Esto implica que tres cuartas partes de nuestra biodiversidad sigue siendo desconocida para la ciencia. Cuidar lo que aún no conocemos exige no solo compromiso, sino inversión, monitoreo y una institucionalidad sólida.
Durante 2024, hubo señales alentadoras. El Fondo Nacional de Financiamiento Forestal (Fonafifo) mantuvo un papel estratégico en la ejecución de mecanismos clave para la conservación ambiental y el desarrollo rural sostenible. A través del Programa de Pago por Servicios Ambientales (PPSA), el crédito forestal, los esquemas de reducción de emisiones y la creación del primer PSA marino del mundo, se logró conservar o restaurar más de 208.000 hectáreas. También se avanzó en inclusión social, con mejoras en la participación de mujeres y pueblos indígenas, aunque todavía persisten brechas importantes.
El innovador PSA marino representa un hito internacional, al integrar por primera vez ecosistemas costeros –como los manglares– en una política de incentivos financieros por servicios ambientales. En paralelo, el Fondo de Biodiversidad Sostenible mostró resultados positivos en territorios rurales clave, y el crédito forestal volvió a dinamizarse, beneficiando especialmente a pequeños y medianos productores.

Sin embargo, estos logros contrastan con una preocupante tendencia: el debilitamiento continuo de las instituciones que hacen posible la protección de la biodiversidad. El presupuesto de la Comisión Nacional para la Gestión de la Biodiversidad (Conagebio), responsable de regular el acceso a los recursos genéticos y aplicar instrumentos de bioseguridad, ha sufrido una reducción sostenida desde su punto más alto en 2019, cayendo un 58,4% para el 2024. En un contexto de mayor demanda internacional y local en gobernanza y fiscalización ambiental, este recorte compromete seriamente su capacidad operativa.
El caso del Sistema Nacional de Áreas de Conservación (Sinac) es aún más alarmante. Su presupuesto pasó de ¢47.000 millones en 2020 a menos de ¢27.000 millones en 2024, una reducción de más del 44%. Esta disminución erosiona la capacidad del país para gestionar sus áreas silvestres protegidas, que cubren más del 25% del territorio nacional y son claves tanto para la conservación de especies como para el turismo y la adaptación al cambio climático.
A esto se suma una incoherencia estructural en nuestra política fiscal. Según datos del Ministerio de Hacienda, entre 2020 y 2023, la mayor parte del gasto tributario con incidencia ambiental correspondió a incentivos fiscales con impacto negativo sobre el ambiente. Estos beneficios –que pueden incluir exoneraciones a combustibles fósiles, actividades contaminantes o insumos agrícolas tóxicos– representaron hasta el 0,28% del PIB en 2023. En contraste, los incentivos con impacto positivo apenas alcanzaron el 0,05%.
Esto significa que, mientras el país declara ambiciosos compromisos internacionales en conservación, descarbonización y sostenibilidad, sigue destinando recursos públicos a estimular actividades que degradan ecosistemas. Es una contradicción política que debe corregirse si se quiere mantener la legitimidad del modelo ambiental costarricense.
Además, existe un “gasto tributario neutro” –que representa un 0,13% del PIB– sin vínculo claro con objetivos ambientales. Este espacio gris representa una oportunidad de reforma: o se transforma en incentivo ambiental positivo, o se elimina si no aporta valor al desarrollo sostenible.
Tampoco podemos ignorar otras señales de alerta. En 2023, solo el 17,6% de las aguas residuales urbanas recibieron tratamiento; el promedio de residuos municipales valorizables fue de apenas un 5,03%; y cada día se vierten unas 50 toneladas de plástico al ambiente. En el uso de agroquímicos, Costa Rica presenta cifras preocupantes: el uso de fertilizantes triplica el promedio mundial y cuadruplica el de Centroamérica, mientras que el consumo de plaguicidas supera en siete veces el promedio global y diez veces el regional, según datos de la FAO.
El resultado es visible en los índices internacionales. En el Índice de Salud del Océano, el país se ubica en la posición 157 a nivel mundial, con un puntaje de 64, por debajo del promedio. Y en el Índice de Desempeño Ambiental, Costa Rica ocupa el puesto 41, con un puntaje de apenas 55,55. Más preocupante aún, el 94% de la biomasa de tiburón capturada en el país durante 2023 corresponde a especies amenazadas, según la Lista Roja de la UICN.
Estos datos son un llamado de atención. Costa Rica no puede seguir sosteniéndose en una imagen ambiental que no se respalda con financiamiento, regulación y coherencia fiscal. El Día Mundial del Ambiente no debe ser una excusa para discursos vacíos, sino un momento para replantear seriamente nuestras prioridades.
Es hora de: recuperar y fortalecer el financiamiento de Conagebio y Sinac, revisar el sistema tributario para eliminar incentivos ambientalmente dañinos, establecer nuevos mecanismos para monitorear el uso de agroquímicos y residuos, invertir en saneamiento, monitoreo de ecosistemas marinos y restauración ecológica, y consolidar una reforma fiscal verde que respalde de forma real los compromisos climáticos y de biodiversidad.
La biodiversidad costarricense es única, pero no es inmune a la negligencia. La naturaleza no se cuida sola: necesita presupuesto, políticas públicas valientes y un compromiso firme que trascienda los gobiernos. Porque en este país, perder biodiversidad no es perder una estadística: es perder identidad, salud, resiliencia y futuro.
Lenin Corrales Chaves es analista ambiental y fue presidente del Consejo Científico de Cambio Climático de Costa Rica.