Alex Torres nació en el hospital San Juan de Dios, en un segundo piso. Han pasado 39 años, innumerables asoleadas; y dos pisos ya no son nada para él.
“Torres” no solo hace alusión a su apellido; sino, también, a su quehacer. Alex es el hombre que se atreve a limpiar, por fuera, los vidrios de la Torre 2 de Paseo Colón, el edificio más alto del país: 29 pisos, 101 metros cielo arriba.
Por cada ventana reluciente en lo alto de un edificio, algún valiente desafió la gravedad. Encontrar quién se anime a colgar de un par de cuerdas a metros y metros sobre el suelo es “lo más difícil”, afirma André Brenes, fundador de la empresa de ingeniería en altura Akros. “Es un nicho de mercado muy nuevo y muy peligroso”, acota.
Pero en la Nueva York de 1931, cuando se terminó de construir el Empire State –que durante cuatro décadas ostentó el récord como el edificio más alto del mundo–, ya había entre 2.000 y 3.000 limpiadores de ventanas, según The New Yorker .
Para ese momento ya era considerado el trabajo más riesgoso de toda la ciudad. De acuerdo con The Guardian, uno de cada 200 limpiadores de cristales moría al año.
“Siempre he sido muy riguroso, porque sé que un mal anclaje es muerte segura”, dice Torres, quien ha pasado los últimos 12 años de su vida descendiendo de azoteas con un trapo en la mano y un balde en el que carga botellas con químicos, paños limpios y, a veces, hasta el almuerzo.
Alex es uno de los pocos trabajadores independientes que se dedican a realizar obras en alturas en el país. Luego de haber pasado unas 120 horas por todos los vidrios externos de, por ejemplo, el condomio Torres del Parque, de 17 pisos, recibe un pago cercano a los ¢800.000. Aún así, su remuneración es inferior a lo que se podría ganar un colega suyo en Nueva York, donde las firmas de limpieza de ventanas pagan desde $12 hasta $25 por hora a sus empleados.
Sentado en una almohada que intenta aplacar la inclemencia de las barras de metal del sillín, Alex pierde la noción del tiempo. Una vez que pone ahí las posaderas, es como estar en el sillón de la casa, comenta.
Unos audífonos que le cubren las orejas completas suavizan la inevitable sensación de soledad en la cumbre, donde no se escucha más que el murmullo del viento. Alex es “cliente fijo” de los programas de deportes del espacio radial, pues la música no es lo suyo.
Con los pies suspendidos en el aire, agradece el día en que no tuvo más opción que armarse de valor. Por aquella época, cuando en el país se tenían que armar andamios para dar mantenimiento a los edificios, Torres trabajaba para la empresa MR Pintores.
El representante de esa firma, Martín Robles, había trabajado un tiempo en Nueva Jersey y fue ahí donde por primera vez vio a un hombre colgar de un edificio en una especie de silla sostenida por un arnés.
Alex asegura que fue su entonces jefe quien trajo la idea al país, pero Robles prefiere ser honesto y, en lugar de dejarse los créditos, opta por decir que no recuerda haber visto antes esa técnica en Costa Rica.
Al principio no se conseguían los implementos necesarios y luego hubo que buscar un voluntario que se animara a probar si el equipo era seguro. Según lo último que supo don Martín, ese hombre ahora ejerce el oficio en Estados Unidos.
Robles comenzó a capacitar al personal de la empresa, hasta que un día le tocó el turno a Alex. “Iba más agarrado de Dios que cualquier cosa. Uno siente nervios, pero después de que uno se monta en la mula, hay que amansarla. Cuando la silla ya va un metro para abajo, no hay vuelta atrás”.
”O lo hacía o me iba pa' la casa. Gracias a él (a Robles), ahora tengo mi propia empresa”, relata Torres a las 5:30 de la tarde de un viernes, apenas 10 minutos después de haberse descolgado.
Pero hay otros como José Demesio que despegaron los pies de la azotea por voluntad propia. A sus 18 años, un amigo le ofreció un puesto como ayudante en una empresa que hacía trabajos en altura. Su labor era alcanzar cubetas y herramientas. Pero el muchacho veía con gran asombro a quienes colgaban de las cuerdas del condominio Sabana Real, de 17 pisos. “De repente le dije a un compañero: ‘Mae, yo me quiero mandar en esa vara, se ve bonito’. El compa me ayudó y me mandé. Me gustó desde el inicio”, recuerda.
En aquel momento, Demesio no sabía que no todo sería tan encantador como los rush de adrenalina o las vistas panorámicas de la ciudad. El día en que su novia rompió fuente, José estaba en la cima y un amigo suyo se encargó de llevarla al hospital. Para cuando logró acudir, su hija ya había nacido.
También hay otro factor que hace que el trabajo de los limpiaventanas no sea precisamente el más confortable, especialmente si se combina con los nervios de esa inolvidable primera vez: no queda más remedio que aprender a controlar los esfínteres.
Unos ocho años atrás, cuando Daniel Sevilla comenzaba como trabajador en alturas, le tocó descender del Aurola Holiday Inn en una guindola (repisa colgante) que estaba mala. Cada cierto tiempo, la estructura cedía algunos pisos ante la gravedad, y él y sus compañeros experimentaban la nada agradable sensación de caída libre a lo largo de unos tres o cuatro metros.
Cuando por fin llegaron al suelo, vio a un muchacho correr hacia la bodega donde tenían guardadas sus pertenencias. Tenían bolsos iguales y, en medio del apuro, el hombre tomó por equivocación la ropa de Sevilla y, en un santiamén, se había ido.
“El compa se cagó. Con razón desde hacía rato nos olía hediondo. Nunca volvió a llegar... ¡ni el pago reclamó!”, narró Daniel con una picardía que terminó por romper el hielo de la cuadrilla que él lidera y que justo ahora da mantenimiento al inmueble del Instituto Nacional de Seguros (INS).
Por lo demás, su compañero William Obando admite que, pese al riesgo de deshidratación, prefiere solo mojarse los labios cuando trabaja, en vez de tomar líquidos.
La adrenalina es el ingrediente que impide que el trabajo de limpiar y pulir ventanas o de pintar y fraguar paredes se torne aburrido. No obstante, algunas veces se topan con escenas que les arrancan una risa o un sonrojo a quienes se dedican a esa aterradora tarea.
Aunque los administradores de condominios en vertical siempre notifican a sus inquilinos que se realizarán obras de mantenimiento de ventanales, lo cierto es que muchos olvidan el aviso y, en la supuesta intimidad de sus hogares, se pasean sin ropa o desarrollan las más candentes escenas amorosas.
Nelson Juárez, parte de la cuadrilla de MR Pintores, recuerda haber visto de todo a través de las ventanas: desde dos mujeres desnudas en un departamento, hasta una mujer sentada en el servicio sanitario.
Alex Torres, por su parte, asegura que nunca ha sido testigo de algo similar. “Todo el mundo me hace la misma pregunta, pero no, nunca he encontrado una persona desnuda ni nada. La gente, cuando ve caer las cuerdas, se asoma, pero sustos sí les he pegado”.
A dos cuerdas del vacío
André Brenes asegura que los equipos que se utilizan para los trabajos en altura son muy seguros. El personal lleva un arnés siempre amarrado a una línea de trabajo y a una de vida, de la que puede quedar colgado en caso de cualquier eventualidad.
Brenes capacita a sus empleados en el manejo de equipos y cuerdas en una gran piedra que atrae a los escaladores a Cachí. La diferencia es que, en lugar de subir, deben descender hasta el suelo. También hay empresas que se dedican a la certificación de trabajos en altura, como Sondel, Futura y Floruma.
Pese a que las cuerdas soportan hasta 3.000 kilogramos, ninguno de los limpiaventanas está exento de llevarse un buen susto.
En el 2012, cuando ocurrió el terremoto de Nicoya, varios de los muchachos que pronto dejarán como nuevo el edificio del INS hacían obras en el Instituto Costarricense de Turismo. Ellos estaban subidos en altísimos andamios junto a otro joven que ya no labora con ellos y, cuando la tierra comenzó a vibrar, la estructura se meció contra la pared. El hombre se cayó y quedó sostenido solo por las cuerdas del arnés. Desde esa vez, recuerda Sevilla, ese colega nunca volvió a subirse a un andamio.
Con mejor suerte corrieron Sevilla y su compañero Roberto Espinoza, quienes colgaban en sillines en el piso 10 del edificio de la Caja Costarricense del Seguro Social cuando ocurrió el terremoto de Cinchona. Ellos se percataron de que estaba temblando cuando vieron a todo el personal corriendo por las oficinas. Algunos, desde el suelo, les gritaban que se bajaran.
Es justamente por el riesgo que supone su trabajo que Derbin Vaquedano, uno de los trabajadores en el INS, nunca le ha dicho la verdad a su familia. Ellos creen que es un pintor convencional.
El mayor susto que Alex Torres se ha llevado ocurrió por un mal anclaje cuando colgaba de la cúpula de la Iglesia de los Ángeles, en Heredia. Hoy puede contar la historia porque quedó guindando de la cuerda de vida. “Me tragué el corazón. Cuando iba para abajo, dije: ‘Diay sí, me maté’”, rememora.
Él tiene un hijo de nueve años y una de siete. Cada día, piensa en ellos y también en la familia de los compañeros a los que ha contratado para que le ayuden. Cuando habla de eso, su tono simpaticón desaparece y se le entrecorta la voz. “¿Usted quería saber mi mayor miedo? Ese es: dejar a mi familia sola”.
Su esposa, Marilyn López, lo ha visto colgar en edificios de altura considerable desde que tenían un año de casados, un sábado que llegó a recogerlo a la Contraloría General de la República con su hijo mayor en brazos. “Siento miedo, pero también mucho orgullo. Lo que él hace, no lo hace cualquiera. Es su trabajo, pero lo hace por nosotros: su familia”, dice.