En la Cordillera de los Andes, al suroeste de Colombia, el cráter de un volcán sagrado contiene una laguna cautivadora, con tonalidades de verde que varían del turquesa al oliva. Este tesoro natural, alguna vez amenazado por el turismo masivo, ahora está bajo el cuidado de una comunidad indígena. Subir el volcán Azufral, de 4.070 metros de altura, en Nariño, cerca del Océano Pacífico, no requiere solo preparación física.
“A los antepasados de la laguna no les gusta que los molesten. Primero hay que pedirle permiso a la naturaleza”, comenta Jorge Arévalo, de 41 años.
Algunos miembros de la guardia indígena de la reserva, entre ellos Arévalo, acompañaron a un equipo de esta agencia en una visita excepcional al cráter. Como los indígenas pastos cerraron el acceso a los turistas, solo se puede subir a Lagoa Verde con permiso de los pueblos originarios.
Este tesoro escondido, a menudo comparado con los espectaculares lagos azules de Band-e Amir en Afganistán, fue durante mucho tiempo uno de los secretos mejor guardados de Colombia, según la prensa local.
El turismo masivo permitió que un creciente número de visitantes accedieran a este paraíso natural colombiano. El deterioro de las 7.503 hectáreas del parque obligó a la guardia indígena a cerrarlo en 2017. Kilogramos de basura y restos de heces se infiltraron en los depósitos de agua potable de las tres comunidades vecinas.
“Fue el colmo”, dice Arévalo, señalando que el sistema lagunar es la única fuente de agua del municipio. “No podemos arriesgar el futuro de nuestras guaguas para complacer a personas que solo vienen a divertirse. En siete años de cierre, los daños se repararon”.
Diego Fernando Bolaños, de la dirección de turismo de Nariño, reconoce que la visita no se gestionó “de manera adecuada”.
“Había hasta 1.500 personas por día. Fue invasivo. Laguna Verde es una de las joyas que tenemos en el departamento”.
Los voluntarios de la guardia indígena realizan patrullas periódicas para detectar y ahuyentar a los intrusos. Los infractores son castigados según las tradiciones indígenas, con amonestaciones verbales o golpes con un palo, según el caso.
Antes del ascenso, los miembros de la guardia celebran un ritual en presencia de su taita, Florentino Chasoy, para honrar el “ciclo de la vida”.
“Sin nuestros dioses, sin naturaleza, sin agua, sin montañas... no somos nada”, dice Chasoy.
Cada uno pide “permiso para subir” a la cumbre y “contemplar la belleza” de la laguna. De antemano, se disculpan por “molestar” a las plantas y animales y por “perturbar el silencio”.
Una oración a Pachamama, una a la Virgen María, una “limpieza espiritual” con perfume… ¡Y hacia la cumbre! Después de dos horas de caminata, al fondo de un cráter de tres kilómetros de ancho, se pueden ver tres lagos.
La Laguna Verde, iluminada por el sol, aparece primero. Un segundo cuerpo de agua emerge al pie de una montaña amarillenta, de la que se elevan fumarolas y el olor a azufre. La tercera es la Laguna Negra, famosa por hechizar a quienes permanecen allí demasiado tiempo, según advierten los guías.
“No nades allí”, advierte Arévalo. A principios de los 2000, dos buzos murieron allí y sus cuerpos nunca aparecieron. Querían buscar oro supuestamente arrojado por los nativos como ofrenda a las deidades.
“No debemos molestar a nuestros antepasados”, repite, con su tradicional bastón en la mano, cubierto por su ruana de lana. Esta laguna es un legado de nuestros antepasados. Es una maravilla.
Por iniciativa de la Unión Europea (UE), Arévalo es uno de los invitados a la COP16 sobre biodiversidad, que se celebrará entre este lunes (21 de octubre) y el 1°. de noviembre en Cali, Colombia, para compartir su experiencia.
“El trabajo de protección y restauración de Laguna Verde realizado por la comunidad indígena de Pasto es un excelente ejemplo de la conexión entre la acción local y el cambio climático”, comentó a esta agencia Gilles Bertrand, embajador de la UE en Colombia. Los Pastos protegen un sitio sagrado esencial para su cultura, pero también un ecosistema de alta montaña vital para la conservación del agua y el ciclo estacional del río Amazonas, del que depende el equilibrio climático de Europa y el mundo.
Hoy, todos parecen coincidir en la necesidad de no volver a la situación de antes, incluso el gobierno de Nariño, que tuvo a algunos de sus empleados entre los que participaron en la invasión turística.
Algunos indígenas ven el lugar emblemático como una fuente inesperada de ingresos, mientras que la comunidad vive modestamente, cultivando patatas y produciendo leche. Bolaños defiende la necesidad de “reabrir paulatinamente” el sitio, con acceso de pago, pero bajo un modelo más “sostenible”.
“No nos oponemos a que la gente nos visite, nos oponemos al turismo descontrolado”, insiste Arévalo. “Nadie estaba haciendo nada. Somos los únicos que tomamos medidas contra esta locura”.