Los drones de Estados Unidos embisten por un lado en Pakistán y en Yemen contra destacados miembros de al-Qaeda; por otro, los misiles Tomahawk estadounidenses están preparados para golpear en Siria al régimen de Bashar al-Asad, el enemigo a su vez de esta organización terrorista.
Las autoridades estadounidenses tratan de hacer olvidar estos días que su intervención los llevaría a luchar, al menos durante unos días, codo a codo, con aquellos que perpetraron el 11 de setiembre o que hace un año atacaron su consulado en Bengasi y mataron a Christopher Stevens, su embajador en Libia.
La misma contradicción aparente aqueja a Francia, que hace tan solo ocho meses desencadenaba una ofensiva militar en Mali para desalojar de ese país a la rama magrebí de al-Qaeda que, cuando tenía otro nombre –Grupo Salafista de Predicación y Combate– perpetró atentados terroristas en París.
La rebelión contra al-Asad estalló hace dos años y medio. Si Obama hubiese tomado la decisión de intervenir poco después de su inicio, probablemente habría aparentado menos incoherencia. Entonces, el principal adversario del régimen era el Ejército Sirio Libre (ESL), conglomerado de exmilitares y opositores de diversas ideologías.
El ESL sigue peleando, pero a su lado han surgido grupos vinculados a al-Qaeda, cuya disciplina y determinación le arrebatan protagonismo en algunos campos de batalla. El Frente al-Nusra se proclamó vasallo de la organización que dirige Ayman al-Zawahiri y figura en la lista de grupos terroristas del Consejo de Seguridad de la ONU. También irrumpió con fuerza en Siria el Estado Islámico en Irak y en el Levante (EIIL), la rama iraquí de al-Qaeda. Ambas contarían en sus filas con unos 6.000 que no son sirios.
Todos los bandos cometen abusos en Siria, pero los testimonios y videos que circulan sobre los de al-Nusra y el EIIL son de los más espeluznantes. Desde mediados de julio los yihadistas han puesto especial empeño en arremeter contra los kurdos sirios, acérrimos enemigos de al-Asad, provocando así una guerra dentro de la guerra.
Después de la matanza del 21 de agosto en Ghuta, suburbio de la capital, de 1.429 civiles, según la estimación de Washington, a causa de las armas químicas, Abu Mohamed al-Jolani, cabecilla de al-Nusra, advirtió: “Los pueblos alauitas (la minoría a la que pertenece al-Asad) pagarán el precio de cada proyectil químico caído sobre nuestros hermanos en Damasco”. Su amenaza da, una vez más, un carácter confesional a la contienda: la mayoría sunita contra la minoría alauita, una rama del islam asimilada a los chiitas.
¿Por qué EE. UU. se va a alinear, aunque sea por unos días, con esos terroristas atacando juntos a al-Asad, al que la intervención estadounidense no acabará, sin embargo, de derrocar? Es probable que, si en lugar de bombardear desde el mar o el aire las posiciones del Ejército sirio, el Pentágono hubiese enviado soldados sobre el terreno, estos habrían acabado enfrentándose con los yihadistas.
Una multitud de factores lo explican, desde la preservación de su liderazgo en la región hasta una oportunidad de revalorizar su imagen ante los países musulmanes sunitas, pasando por el deseo sincero de administrar un castigo al régimen que osó utilizar esos artefactos violando la Convención Internacional sobre Armas Químicas , que entró en vigor hace 16 años y que Damasco no ratificó.
Acaso convencida de que no se atreverían a hacerlo, la Casa Blanca dejó claro, en agosto del 2012, que el empleo de armas químicas constituía una línea roja que, si al-Asad franqueaba, acarrearía sanciones. El 13 de abril hubo ya serios indicios de que habían sido utilizadas, pero a pequeña escala. Washington reiteró su advertencia, pero no llegó a actuar. Ahora, tras la matanza de Ghuta, Obama se ve obligado a cumplir su palabra aunque de ello pueda sacar partido el peor de sus enemigos.