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Policías birmanos vigilan un campamento de rohingyas en Switte. (Tomas Munita/The New York Times)
SITTWE, Birmania. El Gobierno de Birmania ha dado al casi un millón de integrantes del pueblo rohingya , en esta región costera del país, una opción desalentadora: probar que su familia ha vivido aquí por más de 60 años y calificar para la ciudadanía de segunda clase, o ser colocados en campamentos y enfrentar la deportación.
La política, acompañada por una ola de decretos y legislación, ha hecho la vida de los rohingyas, una minoría musulmana largo tiempo perseguida, aún más desesperada, provocando el mayor flujo de refugiados rohingyas desde un importante éxodo hace dos años.
En las últimas semanas, 14.500 rohingyas navegaron desde las playas del estado de Rakhine hacia Tailandia, con el objetivo de llegar a Malasia, según el Proyecto Arakan, un grupo que monitorea a esos refugiados.
La crisis se volvió un motivo de bochorno para la Casa Blanca antes de la visita del presidente Barack Obama a Birmania. El Gobierno estadounidense considera al país una historia de éxito de la política exterior en Asia, pero le preocupa que el renovado conflicto entre extremistas budistas, a quienes el Gobierno da mano libre, y los rohingyas pueda descarrilar la ya agitada transición del régimen militar a la democracia.
Obama llamó al presidente Thein Sein, de Birmania, recientemente, instándolo a hacer frente a las “tensiones y la situación humanitaria en el estado de Rakhine”, informó la Casa Blanca.
Víctimas de discriminación. Los rohingyas han enfrentado la discriminación durante décadas. Se les ha negado la ciudadanía y han sido desahuciados de sus casas, sus terrenos han sido confiscados, y han sido atacados por los militares. Después de uno de esos ataques en 1978, unas 200.000 personas huyeron a Bangladés.
El estallido más reciente empezó con un brote de motines sectarios en el 2012, en el cual cientos de rohingyas fueron asesinados y docenas de sus aldeas quemadas por budistas radicales. Desde entonces, cerca de 100.000 han huido y más de 100.000 han sido confinados a sórdidos campamentos, y tienen prohibido salir.
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Una mujer llama a una hermana en Malasia para pedirle dinero después de la muerte de su madre. Ella vive en el campamento de Sittwe, de donde muchos han partido al extranjero en procura de una mejor vida. (The New York Times)
Conforme las tensiones en los campamentos se han deteriorado, ha crecido la presión internacional sobre el Gobierno para encontrar una solución humanitaria. En vez de ello, el Gobierno parece estar acelerando una estrategia que grupos defensores de los derechos humanos han descrito como de limpieza étnica.
Para muchos rohingyas, la nueva política, llamada Plan de Acción para Rakhine, representa una especie de humillación final, dijo Mohamed Saeed, un organizador comunitario en un campamento a orillas de Sittwe, la capital del estado de Rakhine.
“La gente realmente le tiene miedo a este plan”, afirmó. “Nuestra comunidad está recibiendo cada vez menos. Ahí es donde nos quieren: fuera”.
Muchos rohingyas vinieron a Birmania en el siglo XIX cuando los británicos gobernaban todo lo que ahora es India, Bangladés y Birmania. Pero la demanda del Gobierno de una prueba de residencia desde 1948 es demasiado onerosa para muchos, quienes no tienen los documentos o no cumplen con el requisito de seis décadas, destacan activistas de derechos humanos.
Quienes puedan probar su residencia califican solo para la ciudadanía de naturalización, que conlleva menos derechos que la ciudadanía plena y puede ser revocada. Además, serían clasificados como “bengalíes”, en vez de rohingyas, sugiriendo que son inmigrantes de Bangladés y queda abierta la posibilidad de la deportación.
Según el plan, aquellos rohingyas que no puedan cumplir los estándares para la ciudadanía por naturalización o se nieguen a aceptar la designación de bengalíes serían colocados en campamentos antes de ser deportados.
Human Rights Watch describió al plan como “nada menos que un proyecto para la segregación y la condición de apátridas en forma permanente”.
La otra opción: partir. Para muchos, los muy riesgosos viaje s en barco hacia Tailandia, en ruta hacia Malasia –país musulmán que tolera a los refugiados–, empiezan en una playa de arena gris en Ohn Taw Shi, aldea pesquera en las afueras de un campamento para los desplazados
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Jóvenes rohingyas que viven en un campamento en Switte, Birmania, estudian el Corán, el libro sagrado de los musulmanes. (Tomas Munita/The New York Times)
En un día reciente, algunos barcos de madera yacían solos, a la espera de ser usados por la noche. Los policías dormitaban en medio del calor vespertino en una choza de madera cercana.
Un contrabandista, Chan Thet Maung, con un celular enganchado a sus pantalones y audífonos colgando de su cuello, dijo que cuando los barcos de madera estuvieran llenos de rohingyas, navegarían hacia el norte durante unas cinco horas para conectar con embarcaciones más grandes. Ahí, en aguas frente a la frontera entre Birmania y Bangladés, las naves de varias cubiertas en ocasiones están detenidas durante días o semanas, tripuladas por cuadrillas de hombres armados y a menudo brutales, a la espera de que se llenen por completo de pasajeros con destino a Tailandia.
La temporada de contrabando anual, que comienza a principios de octubre, cuando concluye la temporada de monzones, tuvo un inicio rápido, comentó el contrabandista. La Policía quería $2.000 – $100 por cada uno de los 20 pasajeros – en un reciente viaje marítimo, pero los contrabandistas habían ofrecido poco menos.
El viaje fue abortado, pero otro intento se haría pronto, dijo.
Los funcionarios locales son cómplices de los viajes de contrabando, según Matthew Smith, director de Fortify Rights , una organización que estudia a los grupos étnicos en Birmania.
“El tráfico y contrabando regional empieza con la complicidad de las autoridades de Birmania”, afirmó. “Hemos documentado a la Policía y las Fuerzas Armadas de Birmania que reciben pagos de hasta 7 millones de kyats a cambio de la travesía de un barco en el mar”. Siete millones de kyat con unos $7.000.
En algunos casos, la Armada de Birmania r escolta a barcos llenos de rohingya que huyen del país y operados por pandillas criminales hasta aguas internacionales, dijo Smith.
La mayoría de los rohingyas que quieren abandonar los campamentos o las aldeas en el norte de Rakhine pagan a los intermediarios $200 solo para abordar un barco. Una vez en Tailandia, los refugiados deben cancelar a los contrabandistas $2.000 adicionales por el segundo tramo de viaje hasta Malasia.
Algunos, como Nor Rankis, de 25 años, quien dijo que quería unirse con su esposo y su hermano en Malasia, no pagan nada, un signo casi seguro de que será vendida como esclava por los traficantes en Tailandia.
“No quiero vivir aquí; no puedo sobrevivir”, declaró mientras esperaba a que un contrabandista la llevara. Había empacado unas cuantas cosas en una canasta de plástico rosa: una botella de perfume, un sarong nuevo y una caja de vitaminas; aunque nada para protegerse contra el sol ecuatorial que caería como plomo sobre ella al otro lado de la Bahía de Bengala.
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Casi nada queda de los escombros de una mezquita destruida en el 2002 cerca de Switte, Birmania. (Tomas Munita/The New York Times)
Un portavoz del estado de Rakhine insistió en que los rohingyas no pertenecían a Birmania y defendió el Plan de Acción para Rakhine como necesario porque la tasa de natalidad musulmana más alta amenazaba a la mayoría budista.
“No existen rohingyas según la ley”, dijo el vocero, Win Myaing, director asistente del Ministerio de Información. “Son inmigrantes ilegales. Si necesitan mano de obra en los Emiratos Árabes Unidos, ¿por qué no piden a la gente que vaya ahí?”
Algunos funcionarios gubernamentales han descrito al Plan de Acción para Rakhine como un borrador de propuesta, en vez de una política oficial. Pero el Gobierno ya ha empezado a llevar a cabo el plan en al menos un campamento, Myebon, unos 97 kilómetros al sur de Sittwe.
Uno de los pocos rohingyas educado como abogado –los rohingya han tenido desde entonces prohibido estudiar Derecho o Medicina–, Kyaw Hla Aung manifestó que era ilógico que el Gobierno insista en que los rohingya no eran ciudadanos.
“Mi padre fue encargado de tribunales en Sittwe durante 40 años”, indicó en su casa de bambú en uno de los campamentos. “Yo fui estenógrafo por 24 años en los tribunales y luego abogado. ¿Cómo pueden decir que no somos ciudadanos plenos?”
Después de unas cuantas noches de esperar a un contrabandista, Nor Rankis vadeó la oscura bahía de Bengala hasta un pequeño bote de madera, lleno con una veintena de otras personas, con destino, esperaba, a Malasia.
“Dependo de Dios”, dijo. “Esa es la razón por la cual me atrevo a ir”.