Explosiones, emboscadas y el derribo de un helicóptero marcaron, el pasado 21 de agosto, la jornada más violenta que ha vivido Colombia en la última década.
A un año de las elecciones presidenciales y en medio de fallidas negociaciones de paz, el país suramericano sufrió una ofensiva que encendió las alarmas internacionales.
Dos ataques casi simultáneos, atribuidos a disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), dejaron 19 muertos y decenas de heridos.

El primero ocurrió en Cali, la tercera ciudad más poblada del país, cuando un camión cargado con explosivos detonó en plena vía. La explosión provocó una escena de devastación: viviendas destruidas, vehículos incendiados y transeúntes huyendo entre gritos y sirenas.
El atentado, dirigido contra una escuela militar de aviación, causó siete fallecidos y más de 60 heridos, según la Defensoría del Pueblo.
Horas antes, en el noroeste colombiano, otra facción rebelde derribó un helicóptero policial durante una operación de erradicación de narcocultivos de cocaína. Los insurgentes, armados con fusiles y apoyados por drones, emboscaron a los agentes y provocaron la muerte de 12 oficiales.
Estos ataques se suman a 24 atentados simultáneos en junio pasado, atribuidos al Estado Mayor Central (EMC), uno de los grupos disidentes de las FARC, los cuales dejaron alrededor de siete fallecidos y entre 60 y 70 heridos, además de un aumento de secuestros a niveles no vistos en más de 15 años.
Ante esta situación, dos analistas internacionales explicaron a La Nación los alcances del conflicto y sus eventuales repercusiones en Costa Rica, en caso de que la escalada continúe.
Las bases del conflicto
Las FARC y el Estado colombiano han peleado históricamente por profundas causas sociales como la desigualdad, la exclusión política y demandas de transformación, pero también han disputado el control de territorios estratégicos donde operan economías ilegales como el narcotráfico y la minería ilícita.
Esta disputa territorial es clave, ya que ambas partes buscan dominio e influencia en regiones donde la presencia estatal es débil o inexistente.
En ese sentido, Luis Diego Segura, académico de la Escuela de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional (UNA), explicó a La Nación que, para comprender la escalada del conflicto actual, es necesario retroceder al proceso de paz entre Colombia y las FARC impulsado por el expresidente Juan Manuel Santos en 2016.
Las FARC, grupo guerrillero de ideología marxista-leninista fundado en 1964, combatió durante décadas al gobierno colombiano mediante armas y tácticas como secuestros y atentados.

Tras el proceso de paz, la mayoría de sus integrantes depuso las armas y se convirtió en partido político. Sin embargo, exmiembros que rechazaron el acuerdo se fragmentaron en grupos disidentes que mantienen actividades armadas, principalmente en zonas rurales, y participan también en narcotráfico y extorsión.
Entre los principales se encuentran el Estado Mayor Central y el Estado Mayor de Bloques y Frentes. Según Segura, la escalada observada en los últimos meses incluye un conjunto de ataques posiblemente coordinados entre ambos bloques.
Por su parte, Carlos Murillo Zamora, analista internacional de la Universidad de Costa Rica (UCR) y de la UNA, señaló que el conflicto también se origina en una deficiente gestión del gobierno del presidente colombiano Gustavo Petro respecto a las negociaciones con los grupos disidentes.
Además, Murillo explicó que estas agrupaciones se han consolidado junto a distintos carteles de narcotráfico, transformándose en organizaciones de crimen organizado y terrorismo, lo cual convierte el conflicto en uno mucho más complejo e incierto.
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¿Cómo podría afectar a Costa Rica?
Ambos analistas advirtieron que, de mantenerse y agravarse, la escalada de ataques armados en Colombia podría generar repercusiones en Costa Rica, aunque los efectos del conflicto histórico en general ya impactan el país.
Según Carlos Murillo, una de las posibles consecuencias del conflicto entre estas agrupaciones y el Estado colombiano es que sus miembros puedan abandonar Colombia y trasladarse a otros países, incluido Costa Rica.
“El que se generalice la violencia de ese tipo en Colombia significa que algunos grupos tendrían que salir del país y buscar adónde podrían llegar. Aquí tienen contrapartes y socios, por lo que podrían terminar en Costa Rica”, señaló.
Según el académico, esto debería generar preocupación en el país, ya que la llegada de estos grupos podría atraer a otras organizaciones con conflictos previos con ellos, lo que incrementaría la violencia y trasladaría el conflicto a Costa Rica.

Luis Diego Segura, por su parte, agregó que la reciente expansión de la producción de cocaína en Colombia, que redujo los precios y modificó las dinámicas de pago del crimen organizado, también repercute en Costa Rica.
Según el analista, las redes locales reciben cada vez más cocaína como forma de pago, lo que inunda el mercado, provoca disputas por el control de las plazas y empuja a grupos costarricenses a exportar directamente a Estados Unidos y Europa para convertir la droga en dinero.
Ante este panorama, Murillo recordó que el Estado costarricense debe prepararse y comprender mejor el funcionamiento del crimen organizado para enfrentarlo de manera efectiva. Asimismo, enfatizó la necesidad de establecer, a nivel regional y global, estrategias coordinadas entre países para combatir este tipo de organizaciones.