A tres años del inicio actual periodo constitucional solo son claras unas pocas cosas: la situación social y económica del país continua vulnerable y, más allá de las fluctuaciones cíclicas y los eventos coyunturales, las políticas públicas necesarias para resolver los problemas que atribulan se deterioran, amenazan a las ciudadanías y siguen ausentes.
Por el contrario, las pocas cosas en las que se avanzó en el pasado han sido, en el mejor de los casos por incompetencia, pero no pocas veces intencionalmente, desmontadas por unas formas de hacer política que privilegian el personalismo, la instrumentalización de las diferencias y los derechos de los otros con el fin de polarizar y convertir la deliberación democrática en luchas tribales.
El Ejecutivo está concentrado en mantener su popularidad y atrapado en manifestaciones vacías de un poder que no tiene por su narcisismo y obstinación; busca atribuirse logros que, en el mejor de los casos, son producto de los ciclos habituales de la economía o de políticas públicas que afortunadamente supimos blindar en el pasado de las ocurrencias y desvaríos del momento (por ejemplo, la política monetaria y cambiaria).
La larga lista de reformas, políticas e intervenciones públicas pendientes y necesarias para poder enfrentar retos descomunales como la inequidad y la igualdad de oportunidades, la pobreza y vulnerabilidad social, el cambio climático y, por supuesto, una verdadera política productiva y de desarrollo articulada con todos los demás ejes que conforman nuestra realidad social, económica y política se hace cada vez más larga.

No es necesario ser un observador muy perspicaz para caer en la cuenta de que, tras el deterioro del sistema político y la erosión de los espacios de convivencia democrática, está el monstruo de la inequidad y la desesperanza de las ciudadanías.
Si se es honesto, debe reconocerse el presidente Chaves no hace más que señalar problemas que desde hace muchas décadas eran evidentes, pero su verdadera responsabilidad, por lo que debería juzgársele con severidad, es no contribuir con soluciones concretas y, sobre todo, usar el carácter secular de esos problemas con el fin de justificar puerilmente su incompetencia.
Peor aún, en lo que constituye el pecado capital de las narrativas y los liderazgos populistas, los instrumentaliza con fines manipuladores y claramente alejados de la más esencial ética democrática con el fin de dividir y pescar en las aguas revueltas de la polarización.
La oposición política y los grupos de interés lucen desarticulados, interesados en victorias electorales o legislativas pírricas, protegiendo sus cada vez más pequeñas parcelas y, sobre todo, aún sin salir del shock que significa Chaves para sus formas antediluvianas de comprender la realidad que les circunda y sus estilos de hacer política añejos.
Sin propuestas concretas y reales para resolver los problemas, con un pesado fardo sobre sus espaldas de culpa e impopularidad por los errores o las omisiones del pasado y leyendo el contexto político hoy como si se tratase de la década de los 90, será imposible impulsar las transformaciones necesarias para el bienestar de las ciudadanías y terminarán, al final del día, fortaleciendo al Ejecutivo.
Lo que es más preocupante, alimentarán los descontentos al cargar una bala más en el revolver con el que, peligrosa e irreflexivamente, esta sociedad se está acostumbrando a jugar cada cuatro años.