Todos los hemos visto en redes sociales, en la oficina o en actividades familiares.
Alguien critica una posición religiosa y la otra persona automáticamente asume que lo hace porque apoya al actual gobierno.
Una persona se opone a los bloqueos de calles o abusos con huelgas y la otra da por un hecho que es una neoliberal que quiere eliminar todos los derechos de los trabajadores.
O alguien simpatiza con tener secciones exclusivas para adultos y niños en algunos espacios y la otra persona de inmediato lo acusa de segregacionista, racista, machista, clasista y xenófobo.
Se trata de personas que se aferran a un “combo” determinado de opiniones asociadas a una identidad grupal, la cual usan para interpretar las opiniones de los demás.
Así, cuando alguien está de acuerdo o en desacuerdo con ellas en un tema, automáticamente hacen una serie de suposiciones sobre los demás temas aunque un tema no tenga relación con el otro.
Esto suele ser más notorio en contextos de polarización política que exacerban las identidades grupales (religiosas, políticas, de género, étnicas, etc.) y desencadenan lo que en teoría de identidad social se conoce como despersonalización.
En esta, una parte deja de percibir a la otra como una persona con opiniones propias y en su lugar la ve como equivalente al prototipo del grupo social opuesto. Peor aún, en qué consiste ese prototipo depende de las características que justa o injustamente esa persona decida asignarle al otro grupo.
Es evidente que en esas condiciones se pierde la habilidad de escuchar y de entender la opinión de otras personas y es más común descalificar las opiniones de los demás, a menudo con etiquetas más propias de un pleito que de un debate educado.
Esto es problemático no solo para las relaciones interpersonales sino también para el consumo de noticias (verdaderas y falsas) y la calidad del debate necesario en toda democracia.
Las consecuencias
A nivel individual, quienes incurren en estos comportamientos pierden la capacidad de ver – y menos entender – a las personas y argumentos que tienen al frente, convirtiéndose en una audiencia fácil de manipular.
También son más dados a apoyar la incivilidad (o no son capaces de discutir de forma serena) y sufrir el sesgo del falso consenso, el cual los lleva a vivir convencidos (falsamente) de que la mayoría de la población opina igual que ellos.
Estos dos elementos suelen resultar en grupos con “una mayor disposición para expresar sus opiniones”, lo cual les ayuda a crear la ilusión de que son más de los que realmente son, y a empeorar la polarización, según muestra un estudio reciente de varios países de Europa hecho por las universidades de Zúrich en Suiza y Mainz en Alemania.
Con respecto a las noticias, algunos estudios muestran que las personas con estas “identidades populistas” además son más dadas a interpretar de manera hostil las noticias que reflejan diversos puntos de vista, lo cual las lleva a buscar noticias “alternativas” que las hagan sentirse bien sobre sus propias opiniones. Numerosos estudios han mostrado que este ha sido un factor esencial para el éxito de las noticias falsas.
Evidentemente esto también tiene consecuencias políticas, como facilitar el avance de partidos populistas carentes de programas serios o coherentes, lo cual a su vez puede desencadenar que otros partidos reaccionen adoptando retórica (o, peor aún, propuestas) similares si creen que ello les puede generar ganancias políticas.
¿Qué hacer con estas personas?
No hay soluciones fáciles o garantizadas para la polarización. En el nivel individual el manejo de estos casos puede depender de la persona y la situación.
Algunos estudios sugieren evitar discutir temas sobre la base de etiquetas polarizadoras y, en su lugar, enfocarse en detalles prácticos y específicos de los temas, dado que sobre estos últimos suele haber menos distorsión política y más posibilidad de encontrar posiciones comunes.
No obstante, eso requiere de tiempo y esfuerzo y posiblemente no vale la pena perder ninguno de los dos con personas en redes sociales desconectadas de la realidad.
También es válido y quizá necesario expresar con firmeza desagrado ante afirmaciones ofensivas e indicar con toda claridad que no se tiene interés en participar en ese nivel de discusión.
Sin embargo, con personas a las que hay que ver a menudo, si no se puede acordar debatir de manera razonada, al menos se puede acordar no tratar de imponer opiniones ni sermones.
Si todo eso falla, darles una dosis de sentido del humor siempre funciona. Si no están dispuestos a escuchar, ¡cuando menos pueden divertir!