El gran barítono nacional Antonio Campos Benavides falleció recientemente a la hermosa edad de 103 años. Era sobreviviente de una época dorada de la lírica costarricense, y el único intérprete supérstite de la gloriosa prosapia de Melico Salazar, Ofelia Quirós, Claudio Brenes o Albertina Moya.
La única oportunidad que tuvimos de acompañar a don Toño, se gestó con ocasión de un sentido homenaje que la organización privada Ópera de Cámara de Costa Rica le rindió por su prolongada trayectoria en la actividad lírica del país. Hacia el final del concierto-homenaje, los participantes en el evento llamamos al escenario al viejo y reverenciado cantante e interpretamos en su compañía el emotivo sexteto de la ópera Lucia di Lammermoor, de Gaetano Donizetti.
Los conjuntos vocales en la ópera
En la historia de la Lírica mundial no son extraños los conjuntos vocales ampliados –hablamos de obras maestras del contrapunto–, en los que el compositor centra el desarrollo climático de la trama y aprovecha el momento de un tiempo suspendido para crear la más bella de las melodías. La inmensa mayoría de las óperas rossinianas incluyen el famoso concertante, en el que intervienen solistas y coro, para cerrar el primer acto de una trama –en ocasiones seria, y en oportunidades bufa–. El consabido recurso, de origen claramente italiano, es con frecuencia censurado por los cánones estéticos de autores o creadores de otras nacionalidades.
Conocido es el anatema que formula Berlioz sobre el concertante rossiniano, en el que un número determinado de intérpretes de diferentes tesituras expresa sus sentimientos de manera particular. Dichos episodios son en realidad imágenes de desconcierto, de pérdida colectiva del control secuencial, que alcanza en ocasiones la anarquía teatral, cuando no la ironía refinada acerca de los sentimientos de los personajes. Se adornan los mismos con referencias aisladas, de corte onomatopéyico, que expresan un conflicto interior que se expande, crece y explota con la música misma.
La ambientación orquestal secunda y apoya tal expresión particular, con el concurso de una percusión sofisticada que matiza el desarrollo in crescendo, hasta alcanzar un ruidoso clímax, apoyado en el membranófono y expansivo sonido del bombo.
En busca del tiempo suspendido
La ópera –máxima expresión artística defendida por la convención entre el público y la trama– derivó genialmente hacia la suspensión del tiempo. El llamado concertante es el epítome de dicha convención, puesto que la expresión itálica del concertato significa precisamente un acuerdo de voluntades.
El artista ofrece al público un espectáculo dramático, vestido con un traje estrafalario de épocas ya idas, y declamando de forma altisonante un discurso ajeno a la realidad de la existencia. Sin embargo, para colmo de convención, lo articula y canta sobre un hermoso tema musical.
Al decir de Schopenhauer –quien curiosamente se regocijaba con el concertante rossiniano–, la unión de voces, de pensamientos o de sentimientos (sobre un marco contrapuntístico que el bel canto llevó a su máxima expresión) permite asistir al más curioso de los espectáculos. El filósofo de Gdansk se divierte hasta los límites de la insania, merced al agudo contraste sentimental que la buffoneria le procura. Lo que se expresa en dicha suspensión del tiempo, o de la trama, no es sino la actitud del hombre al borde mismo de la pérdida de control.
En el teatro es posible que en un mismo escenario coincidan varios personajes que expresen simultáneamente sus parlamentos, muchas veces sobre temas disímiles o contradictorios. Es lícito encontrar, en la obra teatral más elaborada, el conflicto temático llevado a la hipérbole. Aún así no existe problema para que el espectador siga la trama y escoja a cuál de los discursos prestar atención.
Seis personajes en busca de la locura
Volvamos al ejemplo que motiva este artículo: en medio de un bello sexteto en Lucia di Lammermoor, Edgardo di Ravenswood canta sus encontrados sentimientos, desencadenados al encontrar a su amada Lucia en mitad de la firma del contrato nupcial con otro aristócrata. Edgardo, severo y honesto laird de las extraviadas tierras de los bosques del cuervo (tal es el significado textual de Ravenswood), alcanza el límite mismo de la furia. Empero, se ve contenido con la contemplación de su prometida Lucia, sumida en la desesperación, en medio de los convulsos instantes previos a la declaración de su demencia.
La hermosa Lucia, que no es otra que la encarnación romántica de la novia que sube al cielo vestida de blanco, refleja su espanto ante la ira de su prometido. Al propio tiempo, tiembla de pavor ante los resabios feudales de la Lex Salica, que otorga derechos patriarcales al heredero masculino de utilizar a la mujer como moneda de cambio en un matrimonio de conveniencia. El mensaje de Lucia es de socorro; se sabe al borde mismo de la insania…, del mundo sangriento de la tiniebla total. Su tálamo y su deshabillé blanco se mancharán con la sangre de su esposo, antes que sufrir la consumación nupcial de parte de un varón que no sea su amado Edgardo..
De forma simultánea, Enrico Ashton –oscuro y retorcido personaje– utiliza a su hermana para salvar su feudo de la pérdida patrimonial. Su ira ante la irrupción de su mortal enemigo en el vestíbulo de su castillo desencadenará posteriormente el reto a mortal duelo: un duelo que nunca se realizará. Mientras tanto, como base misma de la trama, la novia de Lammermoor trasunta un horror que empieza a bordear el límite mismo de una locura que se declarará pocas horas más tarde. Cada uno de los restantes personajes que participan en el afamado sexteto: Arturo –lo sposino–, Alisa –criada y confidente–, y Raimondo, encarnación del Sacerdote admonitorio, procurará desenvolver por separado su discurso, lo mejor que pueda.
El sexteto de Lucia di Lammermoor es una obra maestra del contrapunto italiano, al menos en lo que al período del bel canto se refiere. Lo son también los concertantes de La italiana en Argel o El barbero de Sevilla. Más adelante, en la evolución del género en el verismo, el cuarteto de La Bohème es un verdadero cuadro psicológico integrado por Puccini en una magistral exposición de celos, ira, reflexión, desencanto... y amor.
Por su parte, Verdi, el genio de Roncole, quiso integrar también la presente lista con dos piezas de alto refinamiento contrapuntístico: el concertante final del Falstaff: Tutto nel mondo è burla, y el cuarteto de Rigoletto: Bella figlia dell’amore, acaso el episodio de conjunto vocal más conocido en el repertorio italiano.
¿Quién frenará mi ira?
Chi mi frena in tal momento? Tal es el interrogante del momento supremo de la ópera de Donizetti. No obstante, cada uno de los personajes ––en su particular soliloquio––, formula su personal imagen de la vida. La misma vida de quien sueña, enfurece, o lucha consigo mismo, y que proyecta tal vivencia al asistente.
Cada miembro del público decidirá, por sí mismo y sin coacción alguna, a quién prestar atención, o a quién hacer objeto de su solidaridad. Ello no es otra cosa que la válida pasión que desencadena la ópera.