Corría el mes de setiembre de 1782 y se encontraba de visita apostólica en nuestra tierra, monseñor Esteban Lorenzo de Tristán, obispo de Nicaragua y Costa Rica. A su paso por la pequeña villa del Señor San José, como correspondía, quiso el prelado celebrar misa en la pequeña iglesia de adobe cuya construcción impulsara, años antes, el padre Manuel Antonio Chapuí de Torres, por entonces cura del lugar.
No obstante, se encontraba en tan mal estado aquella edificación parroquial que, durante el oficio, se apagaron tres veces las candelas debido a la violencia del viento que le entraba a la capilla mayor, rota de parte a parte, muy probablemente a causa de los terremotos experimentados en 1781. Su reparación, como la de otros santuarios de la provincia, sería pagada por el mismo obispo.
La villa y su templo
Para entonces, los aún escasos vecinos del villorio se dedicaban al cultivo de maíz, frijoles y trigo, así como a la crianza de ganado. Poco tiempo después, con la donación de las tierras aledañas –por el mismo Chapuí– y el inicio del cultivo del tabaco, empezaron a enriquecerse los josefinos.
Por esa razón, es muy probable que la citada reparación deviniera también en ampliación, pues, para 1810, se hablaba ya de cambiarle al templo la portada; tarea para la que trajo de León, Nicaragua, al maestro constructor Pedro Castellón, en 1811.
En 1813, con la entrada en funciones del cabildo josefino, se aceleraron las obras de fachada, al tiempo que se consideraba la construcción de un nuevo templo debido el mal estado del original.
Con ese fin, en 1820, se nombró como ecónomo de la obra a Eusebio Rodríguez Castro, prominente figura pública local y “entendido” en las artes constructivas. Con el temblor del 10 de abril de 1821, el trabajo de Rodríguez se hizo más urgente y, ante la excitativa del padre Esquivel Azofeifa, se resolvió reedificar todo el templo y hacer más gruesas las paredes.
Como si fuera poco, el terremoto del 7 de mayo de 1822 rajó de arriba a abajo la portada que realizara Castellón, por lo que se decidió demolerla y evitar riesgos. Sin embargo, en 1823 vino nuestra primera guerra civil y fue después de ese conflicto que se iniciaron los trabajos del nuevo templo, los cuales, tras muchos sobresaltos y atrasos, se terminaron alrededor de 1840.
De su diseño, fue responsable Rodríguez, cuyos conocimientos fueron puestos a prueba y salieron bien librados, pues, con todo y los daños que le ocasionara al templo el terremoto del 2 de setiembre de 1841, fue ese mismo inmueble el que se arregló lo mejor que se pudo para recibir al obispo Anselmo Llorente y Lafuente, una vez erigida la Diócesis de Costa Rica en 1850.
Por fuera y por dentro
Allá por 1858, el irlandés Thomas Francis Meagher, buen católico, nos dejó una amable descripción de ese edificio: “La Catedral de San José está situada en el costado oriental de la plaza. Su construcción es de piedra de lava y lo único notable de la fachada son las altas puertas flanqueadas por columnas salomónicas y una andanada de columnas de aspecto ordinario, que arrancan de una moldura que corre más arriba de las puertas y soportan el más común de los arquitrabes.
“La torre tiene poco más de treinta pies de altura. Sobre estos treinta pies de cal y canto descansa una armadura de madera, algo así como un fortín, y de una viga colocada cerca de su tejado en punta, cuelga una campana monstruosa (…).
“El aspecto interior de la catedral es notable y hermoso. Con los materiales más sencillos, sin ayuda del oro ni del pórfido, ni de pavimentos bizantinos ni de vidrios de colores, los vecinos de San José han fabricado un templo que no desmerece de la fe que atestigua. Separado por arcos, elegantes pilares con las maderas más duras, tales como la quiebrahacha, soportan el techo dividiendo el edificio en tres partes amplias. (…)
“Las paredes son blancas y los pilares de quiebrahacha tienen vetas del mismo color; pero los arcos en que terminan, lo mismo que el techo, en ángulo interno muy agudo, están pintados con arabescos y esto da a la parte interior un aspecto rico y curioso. Del techo cuelgan hermosas arañas, sostenidas por cables de metal bruñido.
“Descansando en pilares pintados que imitan el mármol de Siena y que se extienden a través de la nave central, se alza la galería del órgano más arriba y a unos pocos pies detrás del altar mayor. Un enrejado oculta al organista y al coro. Está delicadamente construido y pintado de blanco; también lo está el órgano del mismo color, pero al frente tiene cañones plateados y telas ricamente doradas.
“El coro para el deán y el capítulo ocupa la extremidad oriental de la nave mayor, y los asientos fabricados con la caoba más valiosa por operarios guatemaltecos, están al mismo nivel de la plataforma que ocupa el altar mayor” (Vacaciones en Costa Rica).
Penitente de arquitectura
Menos condescendiente que Meagher, por la misma fecha, el inglés Anthony Trollope escribió: “La fachada de la iglesia, (…) apenas puede decirse que forma parte del edificio; es un añadido, o más bien la iglesia ha sido adosada a la fachada, la cual no carece de cierta pretensión arquitectónica” (Las Indias occidentales y el continente español).
Ciertamente, así lo dejan ver las fotografías que de ese templo han llegado hasta nosotros: parece tratarse, simplemente, de una gran y rústica fábrica de muros de piedra con un tejado a dos aguas, con más funcionalidad que estilo; mientras que la portada sí muestra un cierto deseo de emulación de los modelos del barroco propio del área centroamericana, aunque obtenido de pobre manera, dado su escaso o nulo ornamento.
En ese sentido es Meagher quien nos cuenta cómo el obispo Llorente se quejaba de que los templos capitalinos tuviesen tan poco interés para los extranjeros, de su desnudez externa –reflejo de la pobreza interna– y de la falta de ornamentos y tesoros que enriquecieran sus altares.
Esa misma pobreza le había impedido al obispo, desde su llegada, cumplir el deseo de construir de nuevo la “catedral”, edificio que, según críticos contemporáneos, no solo no correspondía de ninguna manera al título catedralicio, sino que, además, amenazaba con derrumbarse.
Como a esa pobreza se sumaron la guerra contra los filibusteros, el destierro del obispo en 1858 y la caída de Juan Rafael Mora, fue en 1862 cuando pudo volver a pensarse en su reconstrucción. Ese año, el gobernador de San José, Ramón Quirós, afirmó que el mal estado de la catedral era tal que constituía “el sarcasmo de nuestra religiosidad y el baldón de la República”.
Pese a todos los esfuerzos de Llorente, las obras constructivas no empezarían, tras muchos avatares, en 1871, año de su deceso, por lo cual no pudo el prelado ver culminado una de sus mayores preocupaciones: tener en San José un templo digno de alojar la Diócesis tica.