Salvo el breve intervalo en que España fue gobernada por la Primera República (1870-1873), el país fue siempre dirigido por la monarquía: primero, los Austrias y, desde 1704, los Borbones. Hasta que, el 14 de abril de 1931, unas elecciones municipales ganadas por los candidatos republicanos obligaron al rey Alfonso XIII a exiliarse, con lo que los vencedores proclamaron la Segunda República (en adelante, República). Las fuerzas de centro e izquierda llegaron así al poder y se formó el gobierno para los dos primeros años.
La situación general del país era pésima en todos los campos. Según la Enciclopedia Salvat (Salvat Editores, volumen 7, Madrid, 2004): “Durante los primeros tres años, la nueva República (…) intentó sentar las bases de un Estado democrático en cuyo marco quedaran garantizadas las autonomías regionales, la separación de la Iglesia y el Estado y un amplio programa de reformas (enseñanza, reforma agraria)”.
Sin embargo, la oposición tenaz a esos cambios por parte de las fuerzas conservadoras (oligarquía, terratenientes, ejército, policía, jerarquía católica), así como la impaciencia de las clases oprimidas por la lentitud con que se efectuaban los cambios, derivó en un descontento generalizado. Como consecuencia, en las nuevas elecciones de 1933 triunfaron aplastantemente los conservadores, con lo que se inauguró lo que se llamó el Bienio Negro (1933-1936). En esta etapa, los nuevos gobernantes emplearon todos los medios posibles para ralentizar o, mejor, anular todas las medidas progresistas patrocinadas en el bienio anterior. Si en el primero, la República tuvo que enfrentar la rebelión del general Sanjurjo (1932), en la segunda hubo dos intentos en Cataluña y Asturias (1934) por derribar al gobierno conservador. Y así se llega a las elecciones de febrero de 1936, en las que nuevamente vence una coalición de partidos republicanos, regionalistas, socialistas y anarquistas (el partido comunista era minúsculo: no obstante, el bando entero se ganará el apelativo de “rojos”, sin más). La derecha conservadora se niega a aceptar un nuevo gobierno liberal, las fuerzas del cambio se mantienen firmes. Y en un escenario en que son muy frecuentes los insultos, descalificaciones y atentados mutuos, queda todo listo para el drama que desangrará a España por tres largos y sufridos años.
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Previamente, el general Emilio Mola había planificado el golpe de Estado que empezaría en el norte de África el 17 de julio. Paul Preston (Liverpool, 1946), conocido como historiador e hispanista, en su libro (El holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después. Random House Mondadori, Madrid, 2011, p.253), cita a Juan de Iturralde en su libro (La guerra de Franco, los vascos y la Iglesia), de la siguiente manera: “Hay que sembrar el terror…hay que dar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros. Nada de cobardías. Si vacilamos un momento y no procedemos con la máxima energía, no ganamos la partida. Todo aquel que ampare u oculte un sujeto comunista o del Frente Popular, será pasado por las armas.”
El golpe fracasa, pero es apoyado por el grueso del ejército y de la policía. Al poco tiempo, con el apoyo de la Alemania nazi y la Italia fascista, tropas facciosas provenientes del norte de África, desembarcan al sur de España y avanzan, sembrando el terror hacia Madrid, cuya caída parece inminente. Pero Madrid solo caerá en 1939, y gracias a la traición de un coronel de ingrata memoria. Obligado por las circunstancias, el gobierno arma al pueblo y este, guiado por el famoso grito de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, “¡No pasarán!”, resiste heroicamente.
En tanto, los aviones alemanes e italianos bombardean inmisericordemente pueblos y ciudades leales a la República. Mas la solidaridad internacional, expresada en voluntarios de las Brigadas Internacionales, se hace presente en Madrid. Y abandonada la República por quienes debieron ser sus aliados naturales como gobierno legítimamente elegido (Reino Unido, Francia, los EEUU), mientras aviones y barcos alemanes e italianos bombardean pueblos y ciudades leales, la única ayuda en armas proviene de la Unión Soviética.
Casi unánimemente, los gobiernos latinoamericanos (sin faltar Costa Rica), se alinean con las fuerzas golpistas del general Franco; la única excepción es el de México que, guiado por el respeto al derecho internacional, permanece leal al gobierno republicano. México, Chile y la República Dominicana abren sus puertas a los republicanos vencidos quienes, al final de la guerra civil (1939), se ven obligados a abandonar su patria.
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En gran parte, es gente joven y muy preparada que nutrirá la vida intelectual de numerosas universidades mexicanas y chilenas. Pero Costa Rica, que abrirá poco después su universidad por antonomasia (1941), les cierra sus puertas obcecadamente y se priva así de profesores e intelectuales de primera línea.
Terminada la guerra, el general Franco, en vez de promover un gobierno de perdón y olvido, inaugura un régimen de terror contra los caídos. Por el solo hecho de haber apoyado a la República como simples votantes; o como alcaldes, o síndicos, o maestros, o escritores, hombres y mujeres son perseguidos, desposeídos de trabajos y bienes, juzgados sin garantías, encarcelados y fusilados. De hecho, hasta la muerte en 1975 del “Caudillo por la Gracia de Dios” (así lo bendijo la jerarquía católica), el régimen prosiguió su reinado de terror (directriz del general Mola), persiguiendo, encarcelando y fusilando. Hoy día, más de cien mil víctimas permanecen repartidas en cunetas y fosas comunes por toda la geografía española sin las honras debidas.
Afortunadamente, el actual gobierno progresista acaba de impulsar una nueva ley de memoria histórica democrática: con ella, entre otras medidas resarcitorias, el gobierno financiará las exhumaciones y anulará todos los juicios sumarios que permitieron las injustas sentencias contra las víctimas, en su gran mayorías fusiladas por defender a un gobierno legítimamente elegido.