El tema acerca del impacto de las epidemias del Viejo Mundo en las poblaciones indígenas de Costa Rica durante la conquista española vuelve a tener actualidad en estos días. Algunas situaciones se nos hacen familiares en la pandemia que nos ataca. La escasez de datos de las fuentes documentales de los siglos XVI y XVII no son obstáculo para dar una mirada al pasado y observar qué pasó entonces cuando los primeros europeos hicieron contacto con los indígenas, pueblos sin inmunidad ante las enfermedades del Viejo Mundo.
Estudios especializados en Historia Demográfica brindan distintas cifras para Centroamérica y Costa Rica en el siglo XVI, producto de variadas metodologías. Wendy Kramer, W. George Lovell y Christopher H. Lutz (1993) detallan que, en 1520, Centroamérica tenía cinco millones de indígenas entre los que habrían fallecido una gran mayoría sesenta años después. Para Costa Rica, William Denevan (1976) asegura que hubo 400.000 habitantes en 1500, que es la cifra en la que nos basaremos por ser una estimación que abarcaría todo el territorio. Estaba ocupado principalmente por chorotegas, corobicíes, botos, huetares, borucas, térrabas, bribris y cabécares.
¿Cuáles fueron las epidemias?
Entre 1520 y 1534, la viruela, el sarampión, la peste neumónica y la peste bubónica están registradas en Panamá y en Nicaragua, lo que incluiría Nicoya. Esas se transmiten por secreciones de garganta o nariz y, en el caso de la viruela, además por lesiones o granos.
El lector debe recordar que en esos años los españoles no habían entrado al Valle Central, lo que hicieron hasta 1561. Por eso no existen registros de esas enfermedades ahí en esos años.
En 1576, Elizet Payne (1988) detectó una fuente que dice que en el Valle Central “morían cerca de 300 indios en 20 días”. Ella identificó datos de viruela y sarampión, “calenturas”, de tal impacto que en 1614 quedaban 12 indios en Atirro y, en 1690, murió el 100% de la población en Orosi, donde se notifica epidemia y ruina del pueblo.
Mientras en Talamanca, en 1698, fray Pablo de Rebullida afirmaba que los indígenas se sentían atemorizados por el andar de los frailes en sus tierras y pueblos porque reconocieron que les transmitían enfermedades, que “les enviaban calenturas”.
El contacto español con los indígenas del litoral caribeño y los pueblos de esa vertiente comenzó, desde la llegada de Colón a Cariay en 1502, continuó en 1540 con Rodrigo de Contreras y luego en 1543, con Diego Gutiérrez y sus hombres en Suerre, entre otros. Vázquez de Coronado recorrió desde el Valle Central hasta la zona sur y Talamanca en 1563. Así el contacto con españoles transmisores estuvo presente en todo el territorio de Costa Rica en esos años.
El papel del indígena en la transmisión
El tipo de relaciones sociales y económicas resumidas en la actividad del intercambio fue responsable de una alta frecuencia de propagación de las epidemias. No se transmitieron únicamente de español a indígena, que era el primer paso, claro está, sino que también, y a gran velocidad, de indígena a indígena, a sus moradas y pueblos, en los cuales enfermaron y murieron.
El intercambio representaba un complejo sistema de relaciones en el que los participantes en las transacciones se regían por valores que de antemano conocían. Es un sistema que iba más allá de lo material y alcanzaba intercambios con seres sobrenaturales que se regían, además, por relaciones de parentesco.
En términos geográficos nuestro país cuenta con lo que podemos llamar tierras altas, cerca de las cordilleras, y tierras bajas, cerca de las playas. Así los recursos que provienen de ambas zonas son muy distintos, por ejemplo, algunas rocas volcánicas de tierras altas o conchas y caracoles de tierras bajas. En el intercambio intervenían también la ecología y en términos de comercio había valores establecidos a ciertos bienes; por ejemplo, en 1697, los térrabas trocaban mantas de algodón con los borucas a cambio de sal, hachas, machetes, perros y otras cosas.
Los intercambios se llevaban a cabo entre pocas personas o en espacios más amplios, como en ferias. En ambas ocasiones, mediaba el contacto personal así como la ingestión de alimentos y bebidas, lo cual propiciaría la transmisión de virus. También había rituales y celebraciones colectivas donde se compartían recipientes para beber chicha, lo que ayudaría al contagio.
Por otra parte, varias familias de indígenas vivían juntas, en lo que se llamaba galpón, bohío o palenque, en forma de usure, en idioma bribri. Esto implicaba que los miembros del linaje que los ocupaban compartirían mucho tiempo juntos, favoreciendo enfermedades. Esa cercanía familiar condujo a que desaparecieran asentamientos enteros de los que se dice “pueblo que era y ya no es”.
A la vez, las prácticas de intercambio se realizaban con gentes de otras áreas centroamericanas, como de Panamá y de Nicaragua. Eso favorecería el contagio de enfermedades, como la peste neumónica, desde esos lugares hacia Costa Rica, posiblemente antes de que llegaran españoles.
También cayeron los líderes
Sin duda, una severa disminución de la población fue el impacto principal que tuvieron las epidemias entre los indígenas americanos. Sin embargo, hubo otras serias consecuencias también que contribuyeron a la desestructuración social y política de estos pueblos. Muchos de los líderes indígenas, religiosos y civiles, o sea chamanes y caciques, murieron. Quienes guiaban y orientaban a los indígenas, desaparecieron. Ello causó una situación irreversible en ese momento, cuando fallecieron miembros de clanes dirigentes, lo cual redundó en cacicazgos decapitados, toda una dirigencia sociopolítica ancestral mermada.
Y si esa amarga situación se contempla dentro del contexto de la dura conquista española, podemos imaginar los inesperados, dolorosos y catastróficos momentos que vivieron los pueblos indígenas en los siglos XVI y XVII, como lo atestigua la historia.
En el presente y en la actual pandemia que sufrimos, el mirar hacia atrás nos demuestra que, igual que ocurrió a los indígenas de antaño, todavía existen virus para los que no tenemos inmunidad. Igual nos movemos con maneras de vivir, expresiones de amor y solidaridad que son cotidianas y que son culturales. Hoy día, aunque difícil, podemos actuar sobre cambios urgentes en nuestras prácticas culturales, económicas y afectivas en una crisis como la presente.
*La autora es historiadora y pertenece a la Academia de Geografía e Historia de Costa Rica.