El domingo pasado murió Rafa Fernández; de su vida y de su obra es posible decir de todo menos que quedó inconclusa. Casi terminada está, también, la biografía que comenzamos a escribir en el 2009.
A dúo –y con la complicidad absoluta de su hija Alma–, nos sumergimos en recuerdos y recortes de periódico, repasamos catálogos, realizamos entrevistas a amigos, maestros, familiares, colegas y aprendices.
En el ínterin, don Rafa siguió –¿cómo no?– pintando. Eso me hizo partícipe de más de diez exposiciones, me permitió viajar, en el 2010, junto a él y su comitiva a Guatemala para inaugurar ‘Alquimia’ y a Nicaragua que celebró, en el 2014, el ‘Regreso lacustre’ del maestro.
A cuatro manos hicimos, también, el libro para niños, ‘La mariposa y el minotauro’, publicado el año pasado por la Editorial La Jirafa y Yo.
Como homenaje a nuestra amistad que será para siempre prolífica; como abrebocas del libro que más temprano que tarde verá la luz, me atrevo a compartir dos capítulos de la vida del artista de los que poco se sabe: el de su infancia, en los barrios del Sur, y el del inicio de su historia de amor con doña Myrna, con quien el artista, daría luego, sesenta vueltas al sol.
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Artista al ruedo
El mundo se le fue dibujando alrededor. Mientras el corazón le galopaba en el pecho, los ojos se le iban llenando de colores: las sábanas que una vecina lavaba por encargo hasta devolverles el blanco, las hojas de tabaco que otro vecino colgaba al sol para que se secaran, el cabello negrísimo de su madre que teñía el viento cuando se soltaba la trenza.
“Rafa, Rafa, Rafa”… siempre parecía haber alguien llamándolo, dispuesto a interrumpir sus travesuras y él, corría descalzo de una a otra correría: rodaba por el zacate hasta verlo todo verde y dejar la ropa perdida; metía primero un dedo y luego el antebrazo completo dentro de los tarros de su vecino el pintor y, después, sacudía la mano azul o amarilla y hacía llover gotas de colores. O se pegaba con algún chiquillo e iba intercalando el brillo de ser noqueado con el rojo de la sangre del contrario.
Y de pronto el gris: la familia completa, dos hermanos y una hermana mayores que él y su madre, cargando a su hermana menor que se escondían en la parte de atrás de un carretón, camuflados bajo los colchones y abandonaban la casa de noche. De camino, el padre iba explicando que así es la vida cuando la plata no alcanza y que el hogar queda donde la familia esté junta (esta escena se repetiría cuatro o cinco veces más, inalterable, interrumpiendo la trama con leves diferencias, el papá por ejemplo deja de dar explicaciones y es la mamá la que trata de calmar a los hijos recitando algún poema de Rubén Darío)
Luego, Rafa, más grande pero siempre niño, está sentado en el muro de piedra, se descuelga corriendo cuando oye el pito del tren y pone una moneda o una chapa de refresco sobre la vía y vuelve a sentarse, la barbilla sobre los brazos entrelazados y mira pasar los vagones y dentro de ellos a decenas de mujeres que se multiplican ventanilla tras ventanilla. Todas muy arregladas, con sombreros y abanicos, ninguna lo vuelve a ver y él se olvida de recoger su chapa aplastada…
“Rafa, Rafa, Rafa” lo llamaban y él entraba a la casa pequeñísima y llena, no solo de gente sino, también, de cuero y clavos y suelas de zapatos que su papá tenía que terminar de remendar.
De vez en cuando, se encontraba a don Claudio de buen humor y, entonces, era fiesta: le ofrecía un paquete de maní garrapiñado y sacaba a bailar a su madre por la sala y el niño los miraba dar vueltas, abrazados, al ritmo de la música antigua que salía de una radio igual de vieja y se acordaba de olvidarse que, tarde o temprano, cargada por alguno de los hermanos, iba a estar de vuelta en el carretón hacia la próxima casa.
Y otra vez el niño, esta vez dentro de un aula, intentando dibujar en la pizarra con un cachito de tiza una caricatura de la maestra y el dibujo se va convirtiendo en un retrato y las risas de los compañeros cesan de pronto cuando la niña nada ofendida le agradece el cumplido.
Más tarde, “Rafa, Rafa, Rafa” tratan de advertirle los compañeros, pero él sigue caminando distraído y atardece y escucha risas y se encuentra de frente con un toro y, durante unos segundos, se sostienen la mirada y, de pronto, se da vuelta y, antes de que pueda correr, el animal lo enviste.
Así, el niño, ya casi muchacho, descubrió su pasión. Encontró una tela roja y salió en busca del toro y lo retó y lo esquivó y apareció y volvió a retarlo y otros chiquillos del barrio le hicieron barra y pasó una tarde y otra y otra más.
Rafa se sintió listo para probar suerte en una plaza de verdad, en una corrida que no era la suya, se descolgó, como hizo antes del murito frente a la línea del tren. Se tiró del palco y entró al ruedo y desenrolló su capote casero y el toro lo descubrió y el torero también y corrieron, ambos, hacia el muchacho y el toro lo levantó por los aires y el torero lo recogió del piso y lo llevó en hombros a la enfermería y allí lo fue a buscar don Claudio, y padre e hijo se enfrentaron y las corridas quedaron prohibidas.
Sin embargo, nadie conseguiría refrenar la pasión del muchacho que apenas pudo, volvió a estar en el redondel, sentado en el palco. Desenrolló, entonces, un pliego de papel y con la misma emoción que sacó el capote aquella vez, comenzó a dibujar uno a uno los movimientos del toro y el torero.
No sabía que tenía talento, lo que le importaba era aprehender de tauromaquia todo lo posible, pero los pliegos de papel que retrataban el enfrentamiento entre el animal y el hombre se fueron acumulando, llegaron a manos de una señora mayor y elegantísima, que, acababa de inaugurar la Casa del Artista: se llamaba Olga Espinach e invitó a Rafa, que acababa de cumplir 15 años, a convertirse en su alumno.
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La flor más linda de su querer
Fueron novios desde el momento en que la escalera de la pensión Las Paguaguas los sometió al hechizo. Ella iba a subirla y él venía bajándola cuando el aire se cruzó entre ellos.
En ese tiempo, los hombres empezaban el cortejo y él tardó medio minuto en iniciarlo. Como no sabía qué decir se puso a cantar: “Al fin del mundo me iré / para entregarte mi amor / por que nací para ti. Es mi amor tan sincero, mi vida / ya tú ves la promesa que te hago / que me importa llorar / que me importa sufrir / si es que un día me dices que sí”
Y ella, que era hermosa y obediente, no supo si reírse o aplaudir o reírse y aplaudir al mismo tiempo.
Se llamaba Myrna Tercero Morazán y su nombre era tan fuerte y hondureño como su carácter. Hacía apenas 15 días que había llegado sola a Nicaragua para trabajar como secretaria en la embajada de su país y aunque para que su madre le permitiera hacer el viaje había prometido no hablarle a cualquiera, enseguida, entre un peldaño y otro, supo que a él, difícilmente se le podía confundir con cualquiera.
Aunque no tuviera más patrimonio que sus ágiles pies de bailarín, su sonrisa tentadora, su voz gitana y las palabras y melodías que Los Panchos llevaban más de mil veces cantando, pero que, por arte de amor y magia, era capaz de reinventar. Y es que él sabía seducir y hasta lo de pintar le salía sobrando entre tantas galanterías.
Myrna tenía 20 años, trabajaba en la embajada y ganaba bastante más que Rafael que, tras perder la beca en la Escuela de Bellas Artes, había vuelto a dedicarse a la mecánica dental y a contar monedas. Sin embargo, sabía que si lo aceptaba como novio iba a ganar muchísimo más, porque hay cosas que no se cuentan como se cuenta la plata pero enriquecen.
En cuartos separados de la misma pensión comenzaron a soñar con dormir juntos y amanecer enlazados. Él, para ahorrar, cambió de dirección y siguió “buscando su amor” todas las tardes.
Juntos recorrieron Managua en abril y sintieron que el calor tenía más que ver con la compañía que con el trópico. De la mano, se les fue mayo y las confidencias los hicieron sudar y sonrojarse más que a ninguno de los transeúntes que encontraron a su paso. Hombro a hombro, durante junio descubrieron de nuevo esa ciudad a la que voluntariamente se habían exiliado y se dieron cuenta de que no iban a cansarse de quererse.
Rafa supo que, como todavía no podía pintarla, más le valía casarse con ella y le propuso matrimonio.
El 11 de julio de 1958, en el juzgado, ella le dijo que sí. No les hicieron falta testigos para dar fe de su amor y de sus ganas y a quienes les hicieron el favor de acompañarlos para cumplir con el trámite de ley, el tiempo les borró los nombres. Tanto se bastaban el uno al otro que no extrañaron al cura ni a los parientes.
Amores como esos parecen haber sido hechos para generar envidia, así que su relación se volvió chisme y la noticia de la boda cruzó fronteras y llegó hasta los oídos de doña Alma, madre de Myrna, que apareció en la puerta de la casa que la pareja apenas había alcanzado a estrenar.
La visita duró poco y a ninguno de los dos les alcanzó para conocerse. La suegra estaba furiosa, pero como que en el fondo algo del novio le cayó bien o adivinó que con el tiempo iban a poder quererse y ser familia. Un par de días después, un poco más tranquila o menos brava, regresó a su país y a su casa.
En diciembre, la pareja viajó por primera vez a Costa Rica a compartir la sorpresa de su amor con la familia de él. El recelo fue transformándose en cariño y, al final de las vacaciones, a Myrna la despidieron con abrazos.
Volvieron a Managua con el tiempo suficiente para volver a irse. Para terminar de tranquilizar a madres y suegras y desterrar la idea de que se amaban con prisas, volvieron a casarse el 29 de marzo, esta vez, en la Catedral y con ambas mujeres deseándoles fortuna.
Luego, quisieron mudarse a Tegucigalpa. Fue entonces cuando Myrna comenzó a consentir que Rafa le llenara la casa de cuadros y la vida de hijos.
El mayor, Jorge Rafael, iba a ser tan hondureño como ella. A él, su papá le velaría el sueño mientras pintaba. Es que de día, Rafa trabajaba como técnico dental. Al anochecer se dedicaba a mimar a los suyos y, cuando, madre e hijo se dormían, desparramaba lienzos y pinceles.
Desde entonces, la luna sería cómplice de la carrera de Rafa por ser artista y las trasnochadas harían que amaneciera tarde y llegara con retraso a todas partes menos a su cita nocturna con la pintura.
Así, fueron pasando los meses y el trio Fernández Tercero regresó a Costa Rica antes de convertirse en cuarteto…, en quinteto…, en banda. En San José nacieron casi en seguida Karla, Alma y Miguel y, finalmente, también, David.
El amor de la pareja se fue multiplicando con cada hijo y aunque las prisas de la prole hicieron que no siempre se les viera uno junto al otro, todos los que lo conocieron a él supieron de ella y escucharon, atentos y celosos, sorprendidos y admirados, su historia de amor.
Y es que, desde esa tarde en que el flechazo se le hizo canción, en la vida de Rafa, sin importar el rumbo que tomara su historia, Myrna siguió siendo protagonista.