“¿Sabes quién soy? –Sí, eres Dios”. Así, sin rodeos, un mocoso entró a saco en el corazón de generaciones de cinéfilos, que lloran a cántaros cada vez que recuerdan su mirada dulce y su candidez.
Sin ser un niño prodigio, muy lejos de los mitos infantiles de Hollywood, se animó a competir contra 5.000 aspirantes al papel de Marcelino y quedó entre un grupo de 10.
Los otros nueve hicieron prueba, pero a él lo vio el director, Ladislao Vajda, y le preguntó: “¿Cómo te llamas?”. “Pablito Calvo, señor”. A este no lo tuteó, como haría con Dios en el desván de un convento.
Aquel fue el nombre que le endosaron sus padres el 16 de mayo de 1948, cuando nació en Madrid; sin embargo, será recordado siempre por su personaje en Marcelino, pan y vino .
Esa cinta la tienen metida hasta el tuétano los adictos a las películas de Semana Santa; las nuevas generaciones de cinéfilos se han perdido una de las obras cinematográficas que mejor captó la relación personal entre un niño y Cristo.
El director Vajda sorteó la censura de la dictadura franquista y recreó la vida de un hijo del pecado, abandonado a las puertas de un convento de frailes, quienes lo recogieron y lo criaron.
Resulta que el “tierroso” era la piel de Judas y los traía de vuelta y media con sus diabluras; en una de sus correrías desembocó en una buhardilla y ahí encontró una imagen de Cristo crucificado. La escena cumbre del filme ocurre cuando Marcelino le da un pedazo de pan a la figura y esta alarga la mano y recoge la ofrenda. Igual hizo con un vaso de vino. De ahí el mote.
El tal Pablito ni cantaba ni bailaba; carecía de experiencia o de interés por el celuloide; fue su testaruda abuela la que se emperró en llevarlo al casting , tras leer un anuncio donde solicitaban niños con carita de santo.
Cuando la anciana se presentó ante los productores masculló: “Mi nieto vale para eso”. Aunque había una manada de chiquillos, Pablito obtuvo el papel y le pagaron 6.000 pesetas de los años 50. Los productores acordaron que habría un porcentaje sobre las ganancias del filme.
La paga le sirvió a los humildes padres del infante para salir de enredos económicos que, unidos a su fama de republicanos, los tenían del cogote.
El rodaje “para mí era como jugar. Obedecía cuanto me pedía el director”. comentó el niño a un periodista que lo localizó, años más tarde, en un pueblito del Mediterráneo, donde encontró refugio de sus incansables admiradores.
La voz de Marcelino la dobló Matilde Vilariño, una locutora de Radio Madrid que fingía ser un chiquito.
A los ocho años era una luminaria; la película fue un taquillazo jamás visto –incluso hasta hoy– para una cinta española. En Cannes recibió ocho minutos seguidos de aplausos, estuvo siete meses en cartelera en Roma y en Berlín ganó el Oso de Oro. Es la más universal de las cintas españolas y una sobre las que más se ha escrito.
Un periódico japonés, citado por el jesuita Ignacio Ellacuría, comentó: “Con películas como esta, se arreglaría nuestra sociedad en poco tiempo”.
Pablito Calvo se codeó con la rosca del cine y llegó a eclipsar a Cary Grant, James Stewart y Gina Lollobrigida, falsos dioses que lo animaron a seguir su carrera.
Travieso y tierno
La productora Chamartín contrató a Pablito, con mejor sueldo eso sí, para dos cintas más: Mi tío Jacinto y Un ángel pasó por Brooklyn , ambas dirigidas por Ladislao. Todavía filmó otras cinco: Totó y Pablito , Juanito , Alerta en el cielo , Barcos de papel y Dos años de vacaciones , basada en la novela de Julio Verne.
Pese al éxito, el cineasta dejó “la gallina de los huevos de oro”; prefirió buscar obras de mayor envergadura en el cine centroeuropeo y rompió con el prometedor actor.
Tan rebien le iba a Pablito que su santidad Pío XII lo recibió en audiencia privada. La guardia suiza le hizo honores de estadista cuando iba camino a la Sala del Trono.
A las 9:30 a. m. llegó ante el Santo Padre. Se arrodilló y juntó las manos en actitud contrita, pero el papa le dijo que se levantara, lo acarició con cariño, le preguntó la edad, que si sabía rezar, si le gustaba ir al cine y, durante 20 minutos, hablaron con gran confianza.
La cita terminó cuando Pío XII extrajo de su blanca sotana un estuche con un rosario para la Primera Comunión de Pablito; este prometió ser un niño todavía más bueno, hacerle caso a la mamá y no decir groserías.
Pese a los buenos augurios, las hormonas aterrizaron al españolito; la adolescencia le dio un tortazo, no superó el cambio de voz y le cambió el aspecto angelical.
Lo jubilaron a los 14 años; retomó los estudios y se graduó en ingeniería industrial. En Madrid montó una tienda y fracasó; peor le fue con otros negocios hasta que sentó sus reales en Torrevieja –Alicante– con Juana Olmedo –su mujer– y el hijo de ambos.
Ahí se dedicó a la hotelería, ventas inmobiliarias y un discobar, adonde acudían en masa los vecinos pues le guardaban un cariño entrañable por su melifluo papel.
De adulto, el católico, apostólico y romano Pablito apostató; en las primeras elecciones –tras la muerte de Francisco Franco– apoyó las listas del Partido Comunista de España.
A los 51 años, el 1.° de febrero del 2000, un derrame cerebral lo puso a dormir.
Ese niño tocado por la gracia llegó al cielo y gritó desde la entrada: ¡Me llamo Marcelino Pan y Vino!, como lo bautizó el Cristo del desván.