Narciso de la música; se amó más que nadie. Vivió enamorado de su voz, de sus manos y de sus propios demonios, que habitaron en secreto su alma.
Como un dios pagano se inventó a sí mismo y creó un personaje descacharrado, cosido entre lo esperpéntico y lo genial: a veces una caricatura amanerada y casi siempre un pianista virtuoso, sensible, que llevó a las masas la música clásica, sin las pedanterías de los sabihondos.
En Las Vegas instaló su santuario y ofició sus interpretaciones “fáciles” de Beethoven, Mozart, Chopin, Liszt, y otros artistas –viejos y nuevos–, ignorando a los expertos que lo tildaron de apóstata y sacrílego.
Quién lo vio jamás podrá olvidar sus capas floreadas de plumas multicolores, sus pieles forradas en pedrería, sus sortijas de diamantes, las fuentes iluminadas, sus trajes de lamé, el enorme piano blanco con un candelabro de cristal y el Rolls-Royce con el que irrumpía en el escenario, para recibir el baño de vanidad de sus feligreses.
Entre 1950 y 1970 fue al artista mejor pagado del mundo; acumuló un potosí con sus conciertos, discos, películas, programas de televisión y transformó en oro todo lo que tocó con sus anillados dedos.
Lo acusaron de profano y lo embarraron de injurias; en 1950 le ganó un pleito a The Daily Mirror : una columnista lo tachó de maricón pervertido. Sus apetitos carnales los mantuvo en secreto y lanzó a los chupatintas bulos como su amorío con la actriz Joanne Río, la patinadora Sonja Henie, Mae West y la transexual Christine Jorgensen.
En las revistas de espectáculos los publicistas escribían bodrios como: “El perfecto hombre con el que una mujer estaría encantada de estar” o “Nunca se olvida de las pequeñas cosas que a las mujeres les encantan…”
La olla de los grillos la destapó Scott Thorson, un vividor de siete leguas que escribió un librucho, Behind the Candelabra , donde reveló sin asco el incendiario romance que sostuvo con la celebridad.
El último clavo a la reputación de la megaestrella lo puso su amiga íntima Betty White quien, en el 2011, reveló lo que todo el planeta sabía: Wladziu Valentino Liberace era homosexual.
A la luz de la velas
Cálido, modesto y tímido, cada presentación de Liberace finalizaba con el público sobre el escenario; lo rodeaban embelesados y tocaban su túnica, su piano, sus joyas y sus manos virtuosas.
Un rayo de sol fecundó a su madre Frances Zuchowska, quien lo parió el 16 de mayo de 1919 en West Altis, Wisconsin. Su padre humano, Salvatore Liberace, fue un músico callejero y obrero en una fábrica.
Al nacer un presagio anunció su destino: vino al mundo con un hermanito gemelo que murió al instante. Su familia interpretó la desgracia como un signo de genialidad y de un futuro excepcional.
Salvatore chiflaba por la música pero la mamá la consideraba una veleidad y tener un tocadiscos era un lujo impagable, así que el virtuoso niño recibió lecciones a escondidas.
Con cuatro años interpretaba y memorizaba complejas piezas y estudió con el pianista polaco Ignacy Paderewski.
Apenas con diez años, la Gran Depresión de 1929 arruinó a su familia y el pequeño Liberace quedó tartamudo; en la escuela fue la burla de toda la chiquillada, que además lo tenía entre ojos por su aversión a los deportes y su pasión por la música y la cocina.
En lugar de “apendejarse” superó el “bullyng” y en la adolescencia tocó en los cines, la radio local, en salones de baile, en garitos, bodas, bautizos, cabarés, clubes de striptease y donde fuera con tal de ganarse unos dólares.
Pasados los 20 años logró un contrato con el Hotel Plaza, en Nueva York, y entre 1952 y 1957 se transformó en un ícono televisivo con El show de Liberace . Actuó con llenazo hasta la bandera en el Carnegie Hall, el Madison Square Garden y ante 110.000 soldados en el Chicago.
En 1955 firmó para el Hotel Riviera, en Las Vegas, por más de un millón de dólares anuales. Ese año filmó Atentamente , sobre un concertista sordo, y publicó un libro de gastronomía.
Su espectáculo kitsch se renovó en los años 60, pero su estrella declinó en la década siguiente, sin que esto apagara el brillo de sus dos premios Emmy, seis discos de oro, dos estrellas en el Paseo de la Fama de Hollywood y tan rico como Creso.
Casi a los 60 años se enamoró como un colegial de Thorson, un mancebo de 16 años que lo trajo de vuelta y media. Liberace fue su tutor, amante, padre, amigo y lo que fuera de acuerdo con su voluble estado de ánimo.
Para despistar lo nombró chofer, asistente, secretario y “todólogo”, pues era de mala prensa reconocer que en realidad Scott era su mascota sexual. Liberace cubrió de regalos a su juguete; juntos conocieron mundo y le prometió adoptarlo y cuidar de él hasta la consumación de los siglos.
Fue una relación autodestructiva, plagada de infidelidades mutuas, coqueteos con las drogas, portazos de locas histéricas y gritos de metieneshastaelcogote.
Tras la ruptura, el caprichoso chulo lo demandó por $113 millones y el juez le concedió $95.000, tres lujosos autos y dos perros. Antes de morir el divo, el 4 de febrero de 1987, hicieron las paces.
Dicen que pasó sus últimos meses sometido a una dieta de sandía y que murió debido a una anemia perniciosa, si bien se supo que lo mató el sida, un enemigo que no respetó siquiera que Liberace dormía en una cama en forma de piano.