La vida es un ring. Nadie escapa a los porrazos del dolor. Si uno se descuida, acaba en la lona; escuchando una manada de cocodrilos, interpretando un concierto de violines.
Volaba entre nubes de aduladores. El mundo dormía a sus pies; nadie le perdía pisada. Ayer despilfarró billetes en apartamentos, carros y fiestas. Hoy besó una rubia generosa. Mañana, demolería rivales a mano limpia. Era un monstruo. Subió como la espuma, pero se derramó en el éxito.
El alcohol, las drogas y las malas juntas le dieron una paliza; le arrebataron en un suspiro la disciplina, los escrúpulos y la doble corona de campeón mundial de peso welter junior.
Después vino la humillación y el escarnio público. Anduvo de boca en boca; pasó de las primeras planas del espectáculo a las páginas judiciales y se volvió huésped de celdas y sanatorios.
¡Ay de quien lo viera de reojo! En un restaurante le vaciaron una olla de sopa hirviente; en un aeropuerto le partieron la madre de un leñazo; casi le sacaron los ojos porque se limpió las manos en el vestido de un maniquí.
En las noches de candela y desenfreno gastó más de millón y medio de dólares; lo que vino por una mano, se fue por la otra. Del whisky pasó a las cervezas; del avión a patear calles; de la cocaína al guaro. Sus frases engordaron las antologías de la estupidez.
Qué rápido pasó el tiempo desde aquella mañana de 1963, cuando con 18 años entró al gimnasio de Nelson Aquiles Arrieta, en Cartagena –Colombia–, con una bolsa de cigarros y un cajón de limpiabotas.
Fue entonces cuando el empresario boxístico lo midió y pesó con su ojo experto. Tenía piernas largas como cables de acero, flaco como el hambre pero recio como una montaña. Aquella aparición quería ser boxeador.
Esa misma tarde la promesa pugilística dio fe de sus cualidades. Manos rápidas y fuertes como arietes; le pegó al saco de 120 kilos y lo corrió 90 cm. Nelson se frotó las manos, como el avaro que encuentra una perla en un tarro de basura.
Las primeras peleas fueron una charanga, porque lo usaban de relleno en las veladas pueblerinas, cuando el púgil de turno no aparecía o andaba de farra. Primero fue la “Pantera Asesina” y más tarde “La Araña Negra”, pero el pobre tenía tal cara de buenazo que ningún apodo inspiraba respeto y menos miedo.
Un día masculló a su mánager que allá en su pueblo, en San Basilio de Palenque, donde lo escupieron al mundo un 23 de diciembre de 1945, su tío Pablo Salgado lo apodó como un boxeador nicaragüense.
Así dejó de ser Antonio Cervantes Reyes, para saltar como un torbellino cada vez que escuchaba: “¡Eeeeennnnn eeeesssta eeesssquina: Kiiiid Pambelé!
Golpe a golpe
Cualquier cosa era mejor que las penurias de la niñez. Fue el mayor de seis hermanos, nacidos y criados en la pobreza. Madrugaba para jalar agua en un balde; arrear hojas y envolver los panes que horneaba su madre, doña Ceferina Reyes.
A pata pelada cargaba, sobre el lomo infantil, leña para el fogón; vendía pescado de puerta en puerta y al atardecer, arrastraba un racimo de plátanos verdes para que su abuela lo revendiera en el Mercado del Arsenal, con tal de llevar sustento al hogar.
Nada cambió en la adolescencia, más bien se puso peor. Vivió en el barrio Chambacú y en el Camellón de los Mártires, en Cartagena de Indias, donde fue lustrabotas y vendedor de cigarrillos de contrabando.
Así, sin asco, lo describió Alberto Salcedo Ramos en El oro y la oscuridad , la narración biográfica de Cervantes, considerado la máxima gloria del boxeo colombiano, que defendió 18 veces el título mundial y reinó en las 140 libras durante ocho años.
Llegó de Venezuela a finales de 1968 y un año más tarde engrosó la cuadrilla de Ramiro Machado. El entrenador Melquíades –El Tabaquito– Sáenz talló aquel diamante negro y le enseñó la técnica y la táctica boxística con la que ascendió a la gloria el 28 de octubre de 1972, cuando noqueó a Antonio “Peppermint” Frazer, en diez sangrientos rounds .
Entre esa fecha y su retiro en 1983 vivió en una vorágine de locura. Alcaldes, concejales y mandatarios hacían fila para besarle las babuchas; tenía mansiones a sus amantes; la jauría periodística lo acosaba; lo mismo tomaba vino de Oporto que se limaba las uñas en sofisticados salones de belleza.
Pero a todo chancho gordo le llega su Navidad. En 1980 comenzó el descenso al infierno y arrastró al abismo a su mujer, Carlina Orozco, y a sus hijos Luis, Rubén Darío y Lucy.
“Me metí de lleno en la droga en 1980, estaba en Venezuela. Andaba en otra y me creía Dios. Provoqué cosas peligrosas. No me faltó nada para entrar a la cárcel y hoy lo puedo contar. Ahora vivo tranquilo, aferrado a la vida en mi casa, lo único que me quedó de todo el dineral y miles de dólares que gané, lo demás se perdió en rumbas.” confesó el boxeador.
¿Las drogas y el licor enloquecieron a Kid Pambelé?. El médico Christian Ayola, que atendió ese caso, sostiene que el cerebro del Kid no tiene una sola lesión neurológica y más bien padece de un trastorno bipolar afectivo.
La enfermedad la heredó de su mamá y “en él la crisis se recrudece por el uso de sustancias alucinógenas, así como por su sentido errado del éxito y del fracaso.”
A sus 72 años Pambelé está vivo gracias a Carlina, que ante Dios no le juró amor eterno, pero lo cargó sobre sus hombros cuando todos lo despreciaron, y convirtió en sonrisas las lágrimas de sangre.