Cantaba como un negro, se batía como un negro y sentía como un negro…¡Pero, por Santa Cecilia, era blanco y rubio! ¡Cosa ma’grande e’la vida, chico…!
Tuvieron que pasar seis o siete millones de años –segundos más segundos menos para que gracias a la evolución de la pelvis la humanidad diera otro gigantesco salto cualitativo, similar al que pegó para dejar botados a sus primos hermanos, los antropoides, y se levantara en dos patas.
Ocurrió –con precisión suiza– el 9 de setiembre de 1956 en The Ed Sullivan Show y ante 60 millones de televidentes –el 82.6 por ciento de la audiencia norteamericana–.
Frente al fuego sagrado de la pantalla chica, un mancebo veinteañero, aferrado a su guitarra, vestido con un saco estilo tienda de ropa americana, se desgañitó y contorsionó su pelvis, su sádica pelvis, su lujuriosa pelvis, mientras cantaba desgalillado Ready Teddy .
Ya se conocían sus desplantes, sobre todo por sus dos apariciones previas en el programa de Milton Berle –el Señor Televisión–. También, su voz era capaz de incendiar la central telefónica de cualquier emisora de radio y sus aquelarres –conciertos con sus rabiosos admiradores– motivaron a una piadosa congregación evangélica a pedirle a J.Edgar Hoover, sempiterno director del FBI, que actuara contra “esa amenaza a la seguridad de los Estados Unidos”.
Los cazadores de cabezas de la prensa se lanzaron –con los colmillos babeantes– sobre el desgarbado jovenzuelo de Tennessee; Newsweek lo comparó con una “jarra de maíz en una fiesta de champaña”, The New York Times dijo que era “un principiante cantando una aria operística bajo la ducha”; The Daily News señaló que sus movimientos pélvicos eran propios de un prostíbulo. Poco faltó para que lo castraran.
Ya desde adolescente le habían dicho “los expertos”, como Eddie Bond, “nunca tendrás éxito como cantante”. Si tenía algún talento no era artístico; en el colegio se “quedó en música”; de niño le regalaron una guitarra y él quería un rifle o una bicicleta; tenía pánico escénico y como era hijo único lo consideraban un “bebé de mami”.
En eso sí llevaban razón sus amiguitos; tal vez porque su hermanito gemelo, Jesse Garon, nació muerto 35 minutos antes que él, y por eso se convirtió en el “¡ay de mí!” de su madre, Gladys Love.
Ese amor hizo de él lo que fue. Era chofer repartidor y un día estacionó su camión frente a la estudios de Sun Records, con la noble idea de grabar dos canciones para su mami.
Tenía en el bolsillo cinco dólares; gastó cuatro, uno menos de los cinco que ganó a los diez años en un concurso escolar. Le dieron un acetato con My Happiness y That’s when your heartaches begin .
Marion Keisker, la secretaria de la tienda, puso los ojos cuadrados cuando lo vio partir: alto, guapo, voluptuoso, de aspecto arrogante, pelo rubio encopetado y con una voz de negro que la dejó helada y con la ropa interior en los tobillos.
Llegó con la lengua afuera hasta la oficina de su jefe, Sam Phillips, y le dijo que había encontrado la estrella anhelada, el mesías de la canción, el avatar de la nueva era: Elvis Presley.
Basura blanca
En los años 50 y 60 –del siglo XX– no solo los negros eran “iguales pero diferentes”, un mamotreto legal para encubrir el racismo; también los blancos eran víctimas de la diferencia de clases y en el sur norteamericano había unos gringos menos iguales que otros.
Se trataba de la “basura blanca”, unos parias ubicados en la base de la pirámide social, apenas una pestaña por encima de los negros. Estos despojos rubios y ojiclaros vivían –más bien viven aún– en casas rodantes, recibían asistencia social, carecían de empleo estable y en su mayoría eran huéspedes consuetudinarios del sistema penal.
Entre esos descastados del país más rico del mundo nació Elvis, un 8 de enero de 1935 en Tupelo, Misisipi. Vivió a costa de la muerte de su hermanito gemelo, un trauma psíquico que arrastró toda su existencia y lo lanzó a la búsqueda de un vínculo afectivo sólido.
El padre de la estrella, Vernon Presley, era un bueno para nada –“un pato sinvergüenza y perezoso que no da nada para comer”– y que fue a parar a la cárcel tras falsificar una firma y cobrar un cheque por la fabulosa suma de ¡cuatro dólares! Dura es la ley, pero es la ley.
A punta de costuras, Gladys Love –la madre–, mantuvo al retoño durante los tres años que Vernon estuvo tras las rejas. Entre Elvis y la mamá se tejió un lazo emocional que se transformó en veneración y lo marcó para el resto de sus días.
Con un pie en la calle Vernon tomó a su familia y se marchó a Memphis, Tennessee, donde el niño creció y sin mayores alardes descubrió su gusto por la música country , blues y gospel ; merced al contacto con negros aprendió su cadencioso ritmo.
De niño y joven Elvis estaba predestinado a ser un don nadie, una escoria social, un débito para el contribuyente. Pasó la escuela por los pelos; en el colegio se le tenía por un bicho raro que frecuentaba los barrios negros; usaba patillas largas y remataba su peinado con un “copete” que sostenía a puro aceite de rosas, vaselina y lubricante; lo anterior sin mencionar su vestuario extravagante.
Nunca recibió clases de música, tocaba de oído, visitaba las tiendas de discos para escuchar gratis las canciones y memorizó todo un repertorio de piezas; pero la timidez lo devoraba y moría del susto de cantar ante un auditorio.
Recién salido del colegio buscó trabajo de camionero y así fue como llegó a Sun Records, grabó un disco para su madre y días después lo llamó Sam –el dueño– para que hiciera yunta con el guitarrista Scotty Moore y el bajista Bill Black.
En uno de los descansos el trío improvisó That’s All Right Mama y el empresario encontró la piedra filosofal, el Santo Grial del rock and roll : un cantante blanco que sonaba como uno negro.
A partir de ahí –y entre 1960 y 1970– Elvis Presley fue un huracán, una tromba de las praderas sureñas que arrasó con todas las estadísticas musicales, impuso una manera de mover las caderas que enardeció a las mujeres, filmó películas pésimas pero taquilleras, ganó billetes por toneladas, vivió a lo bestia y descubrió un nuevo grupo social que antes solo había servido como carne de cañón en las guerras: la juventud.
San Elvis
Puede ser que Little Richards cantara y se moviera mejor; que Jimmy Hendrix fuera un as con la guitarra; que el “strollings bonds” de Mick Jagger aún esté vivo aunque parezca un cadáver andante; o que esto o aquello. Lo cierto, lo único verdadero, lo absolutamente real es que Elvis Presley es un semidios, un mito viviente, un símbolo cultural del siglo XX con adoradores desparramados por todo el universo y más allá.
Para la industria cultural y el “bisnes” nada mejor que un muerto joven, con una vida llena de vericuetos oscuros y capaz de cañonear las ventas con giras, discos, películas y convertir en oro todos los cacharros que lo recordaran.
Elvis, así pelado y para los íntimos, está más vivo que nunca; si bien sus presuntos restos mortales yacen en el Jardín de Meditación de Graceland, junto a los de su venerada madre.
Parece que el 16 de agosto de 1977 Presley cayó como un guanábana madura sobre el piso del baño de su mansión; ahí estaba recluido a causa de una gran cantidad de dolencias, depresiones, miedos y paranoias, que intentó superar atiborrándose de drogas y dulces.
Lo normal es que una persona cuando muere, muera; en el caso de Elvis no ¡revivió! y su leyenda rebasó los límites humanos al punto que muchos rechazaron su óbito, aduciendo tesis tan indubitables como que el cadáver de la megaestrella era un muñeco de cera, o tan peregrinas como que a Elvis se lo llevó una nave intergaláctica y pasa sus eternos días en Marte o con el Yeti en el Himalaya. Si los tontos volaran taparían el sol.
Cada 16 de agosto, efeméride de su muerte, miles de romeros acuden a Graceland –el segundo sitio más visitado de Estados Unidos después de la Casa Blanca– para irrigar con sus lágrimas los ramos de flores, depositar ositos de peluche, papelitos con mensajes cariñosos, fotografías y una miríada de ex – votos por un favor concedido.
En 1992 Mort Farndu y Kark Edwards fundaron la Iglesia Presleyteriana, dedicada al culto de Elvis y basada en 31 mandamientos, equivalentes a igual cantidad de comida chatarra almacenada en el refrigerador que tenía Presley en Graceland. Los acólitos deben conservar, entre otros, mantequilla de maní, Pepsi-Cola, salchichas, jamón, puros y laxantes, todo en cantidades industriales.
Una encuesta realizada por el periódico ABC , con ocasión de los 25 años de evaporación de Elvis, reveló que 40 por ciento de los adultos consultados consideraban al divo un buen modelo para la juventud; de manera que sus hijos deberían ser adictos a los tranquilizantes y aturugarse de azúcar cada 10 minutos.
Su vida amorosa fue un torbellino, entre mujeres, excesos, colegas actrices y fans. Pero el amor de su vida fue Priscilla Beaulieu, la bella hijastra catorceañera de un oficial estadounidense destinado en Alemania, país al que fue destinado Elvis para hacer su servicio militar. Juntos engendraron a Lisa Marie, la única hija de la pareja, que no duraría mucho junta por todos los líos emocionales que arrastraba el cantante ya para entonces.
Elvis sigue vivo en la imaginación de quienes visitan cada año Graceland, gimotean ante su tumba, piden un milagro, compran una reliquia del ídolo o colapsan cada vez que lo ven desarmarse en el Jailhouse Rock o repasan algunas de las cursi-películas que filmó.
A golpe de cadera Presley cambió la cultura popular norteamericana y cuando murió –a los 42 años–, sus seguidores perdieron una parte de sí mismos.